En realidad, el proceso que se vive desde 1998 con la llegada al poder ejecutivo de Hugo Chávez es ya bastante híbrido. Su aparición no fue una revolución popular, socialista, como las que se dieron en Rusia, China o Cuba. Fue un proceso confuso en el que un militar formado en el anticomunismo, antimarxista, profundamente cristiano, se montó en el descontento popular que venía dándose desde 1989 con el Caracazo, la gran reacción a las medidas neoliberales. Chávez ganó las elecciones y comenzó a construir un proyecto nacionalista, pero, para sorpresa de todos (aun de la misma población que lo votó), rápidamente comenzó a hablar de un nuevo socialismo y a formular la crítica del socialismo real, ya caído para ese entonces.
En realidad, el proyecto de la revolución bolivariana fue más un sentimiento que una idea política: fue una gran movilización centrada en la figura carismática de un líder como pocos. Pero no hubo transformaciones revolucionarias de base. De todos modos, sin dudas se registraron cambios en el país. A partir de un proyecto nacionalista, popular, con una alta carga de asistencialismo, los sectores históricamente postergados (el grueso de la población) se vieron favorecidos. La renta petrolera, siempre muy alta, favoreció esos programas sociales.
De todos modos, el proyecto chavista nunca fue propiamente una transformación revolucionaria de la sociedad. De hecho, la propiedad privada capitalista siguió siendo definitoria. No hubo expropiaciones de los medios de producción. No hubo reforma agraria. No se construyó un efectivo poder popular desde abajo con milicias armadas defendiendo la revolución. Hubo, por supuesto, profundas mejoras en la situación de vida de las grandes mayorías, pero siempre desde una óptica de asistencialismo estatal. La revolución, en muy buena medida, era Chávez. «Chávez me regaló la casa», podría ser una frase que sintetiza la dinámica establecida. Alguna vez, caminando juntos por Venezuela y viendo cómo la gente se le arrimaba al presidente a pedirle de todo, Fidel Castro dijo: «Chico, pareces el alcalde del país». Eso es el proceso bolivariano: una indefinición ideológica (se mezclaba el Che Guevara con Jesús) asentada casi exclusivamente en la figura de un líder carismático.
Muerto Chávez, con Maduro de presidente, la dinámica no cambió sustancialmente. Pero sí hubo una diferencia: el precio del petróleo bajó, por lo que la bonanza de años atrás no pudo seguir manteniéndose. El socialismo del siglo XXI, nunca claramente definido, fue más una promesa que una realidad y, con una renta petrolera mermada, fue lentificándose.
Si bien Venezuela no era una profunda revolución socialista (la cultura del rentismo petrolero no desapareció, tampoco el consumismo agringado ni las Miss Universo), Estados Unidos bombardeó siempre el proceso bolivariano. ¿Por qué? Porque allí se encuentran las reservas petroleras más grande del mundo, vitales para la economía estadounidense. Ese es el motivo de fondo del continuo ataque: intento de golpe de Estado, saboteo, matriz mediática furiosamente antichavista. Con Maduro, la derecha (nacional y la de Washington) arreciaron la arremetida.
Desde hace un tiempo los medios de comunicación comerciales de todo el mundo presentan a Venezuela como un caos, manejada por una supuesta dictadura comunista, con violencia e insolubles problemas económicos. La imagen de Maduro es pisoteada a diario, y el clima de zozobra que se ha ido creando (con desabastecimiento programado, mercado negro, provocaciones de bandas armadas) hace complicada la vida cotidiana para el venezolano común, a tal punto que Washington ya habla de la necesidad de intervenir en el país para «salvar la democracia». Un coro de países títeres y la OEA avalan la idea.
¿Qué puede pasar ahora en el país sudamericano? El proceso está complicado y las opciones parecen solo dos: o se profundiza realmente la vía socialista o la contrarrevolución puede arrasar todo lo avanzando por el chavismo en estos años, de modo que esa riqueza petrolera quede en manos de las multinacionales estadounidenses y europeas.
Está claro que la revolución está en aprietos. Medidas socialistas que deberían haberse tomado años atrás (control obrero de la producción, milicias populares, diversificación productiva para salir del rentismo petrolero, reforma agraria, profundización real del poder popular) pueden ser el camino. La tibieza en este momento puede ser el preámbulo del envalentonamiento final de la derecha. Las concesiones no aplacan la furia, sino que la encienden más.
Dijo Rosa Luxemburgo, analizando la revolución rusa: «No se puede mantener el justo medio en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino y los arrojará al abismo».
Conclusión: el socialismo solo puede mejorarse con ¡más y mejor socialismo!, nunca con menos.
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