Más de cinco siglos han pasado desde aquel entonces, y la deuda pendiente no parece llegar a su fin. En un sentido, esa deuda es impagable. ¿Por qué?
El «descubrimiento» de América –eufemísticamente llamado «encuentro de dos mundos»– (lo que, más que encuentro, fue «encontronazo»)–, o lo que con más precisión podemos llamar «el inicio del mundo moderno capitalista», es un hecho de una trascendencia sin par en la historia de la humanidad. Inaugura un escenario novedoso que sienta las bases para la universalización de la cultura del imperio dominante, ya a escala planetaria, hoy mucho más consolidada cinco siglos después con la entrada triunfal de las tecnologías de la información y la comunicación, que han convertido al planeta en una verdadera aldea global. El imperio dominante del siglo XVI era el incipiente –pero ya avasallador– capitalismo europeo (representado en ese momento por la España imperial y la Gran Bretaña que se empezaba a industrializar). «Modo de vida occidental», podría llamarse ahora, o libre empresa, o economía de mercado. La llegada de los europeos a tierra americana y su posterior conquista fue la savia vital que alimentó la expansión del capitalismo.
Estas circunstancias de la historia colocan ese encuentro de civilizaciones en la perspectiva de una relación absoluta y radicalmente desigual; en términos estrictos fue más que un «encuentro»: fue el sojuzgamiento (sanguinario) de una sobre otra. Fue, en principio, una invasión militar, seguida luego de un avasallamiento cultural. Hubo vencedores y vencidos, sin lugar a dudas, por lo que la idea de «encuentro», insisto, es demasiado débil, ingenua en el mejor de los casos. ¡O hipócrita!
[frasepzp1]
El 12 de octubre marca la irrupción violenta de la avidez europea (capitalista) en el mundo, llevándose por delante –religión católica mediante– toda forma de resistencia que se le opusiera, y haciendo de su cultura la única válida y legítima, la presunta «civilización» por antonomasia. Lo demás fue condenado al estatuto de «barbarie». En tal sentido, entonces, lo que se produce en ese lejano 1492 es, con más exactitud, un encontronazo monumental, sangriento, despiadado. Por cierto, salen mejores parados los que detentaban la más desarrollada tecnología militar. Para el caso, fueron los españoles. Al día de hoy, esa relación no ha cambiado en lo fundamental, y de la espada y la cruz pasamos a la dependencia tecnológica y a las impagables deudas externas de nuestros países.
Han transcurrido 533 años desde aquel grito, y ningún habitante originario del continente americano se siente «descubierto». En realidad, no hay nada que festejar el 12 de octubre, no hay « de la raza» o «día de la hispanidad» que venga a cuento. Hay una historia forjada a sangre y fuego, sigue habiendo una herida abierta, y fundamentalmente hay una deuda no saldada. ¿Quién la va a pagar? ¿Es posible pagarla?
Hoy, 533 años después del grito que comenzaba a cambiar la historia, los pueblos americanos (hay quien los llama «precolombinos» … ¿Antes de Colón? ¿No suena ostentoso eso: antes de Colón no había historia?) no se han recuperado aún del trauma que significó la llegada del «hombre blanco»; de grandes civilizaciones, tan o más desarrollados que los europeos, pasaron a ser mano de obra casi esclava, destruyéndoseles buena parte de su rico acervo cultural, condenados a grupos subalternos. Los cuidados de casa y los trabajos más mal pagados en cualquier punto de América no lo hacen los blancos. ¿Cómo limpiar esa afrenta histórica?
La historia siguió su curso; la historia oficial, aquella que cuentan los ganadores, intentó borrar esas grandes culturas transformando a sus miembros en ciudadanos de países inventados en estos últimos siglos: los incas pasaron a ser peruanos, los mayas guatemaltecos, los aymarás bolivianos, los aztecas mexicanos, los guaraníes paraguayos, los mapuches chilenos, etc. Las tierras saqueadas en la conquista, los recursos robados y enviados a España –que terminaron enriqueciendo a la emergente industria europea–, los miles y miles de vidas de amerindios segadas, la humillación a que se sometió a los pueblos americanos, la postración histórica a la que se les condenó y de la que hoy, como Sur Global, cuesta tanto remontar… ¿se puede resarcir? ¿Quién lo va a pagar? ¿Cómo? La entrega del Premio Nobel de la Paz a la dirigente maya-quiché Rigoberta Menchú el día del 500 aniversario del inicio de la conquista es un buen gesto, pero no basta.
El 12 de octubre, más que un día de festejo (¿qué festejar?) debería ser un día de vergüenza humana.
Más de este autor