En el ámbito de la empresa privada, de las así llamadas «democracias de mercado», todo, absolutamente todo es una mercancía, algo destinado no solo a satisfacer necesidades (muchas veces inventadas) sino, ante todo, a generar ganancia para quien la produce. Y, curiosa —o tristemente, mejor dicho— quien la produce: el trabajador en cualquiera de sus manifestaciones (obrero industrial, campesino, proletario rural, empleado en servicios, técnico especializado asalariado —aunque tenga maestrías y doctorados—), apenas recibe migajas de esa ganancia. El empresario, también en cualquiera de sus formas: industrial, banquero, terrateniente se lleva prácticamente todo. No parece muy justo. ¿Será esa una de las bondades? Para la gran mayoría de la gente: no. ¿Bondad?
Lo dicho: en el capitalismo todo está hecho para vender, para que alguien —los menos— ganen dinero. Pero ¿y los más? Los más, las grandes mayorías, nos vemos compelidos a sufrir penurias. Ya empezó la parafernalia navideña… ¡aunque faltan cuatro meses para las fiestas! Los centros comerciales comienzan a llenarse de adornitos y un largo etcétera, todo dispuesto para el consumo. Nos vemos forzados a gastar lo que no tenemos para celebrar una festividad ya nada religiosa y que, según nos dicen, crea un «espíritu de amor y paz». Pero a la vuelta de eso, descubrimos la verdadera cara del capitalismo: explotación y penurias para la inmensa mayoría de la población mundial (que jamás vive en «amor y paz»). Esto se hace crudamente evidente cuando llegan las enfermedades graves.
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En algún país de Latinoamérica (podría ser cualquiera, incluso cualquiera de cualquier continente del Sur global) tengo una persona muy cercana —y, por cierto, muy querida— que está padeciendo una grave dolencia. Para su tratamiento se requiere una enorme inversión económica. ¿Qué se hace en ese caso? Si se tienen los recursos, se podrá llevar a cabo el tratamiento en el marco de la práctica privada (una mercadería más, como cualquier cosa que está destinada al mercado: la comida, una casa, un par de zapatos, una ametralladora, una universidad privada, una silla de ruedas, una dosis de crack, y un largo e interminable etcétera). Si no se tienen esos recursos… ¡vaya al hospital público, o resígnese!
Sin embargo, ir al sistema público de salud, lo sabemos, es prácticamente una condena. Los planes neoliberales que nos aplastaron estos últimos años —y continúan aplastándonos, sin dudas— privatizaron todo lo privatizable. Ven la salud pública como un «gasto» social, no una necesidad, imprescindible inversión en la población. La consigna se transformó en «si tiene con qué pagar, pague y probablemente se curará»; si no, «encomiéndese al Altísimo», y el Sumo Hacedor, en su eminentísima sabiduría, dispondrá si vive o no, para cuyo hijo habrá que comprar luego muchos regalitos para evocar su milagroso alumbramiento este todavía lejano diciembre.
¿Hay ahí alguna bondad? No parece. La salud, según repiten machaconamente las declaraciones de derechos humanos, es uno de esos derechos inalienables. Pero ¿qué pasa en el capitalismo que todo queda supeditado al bolsillo?
Las Brigadas Médicas Cubanas son un claro ejemplo de que sí es posible concebir la salud de otro modo, no solo como mercancía. Atienden en innumerables países del sur, gratuitamente, dando un servicio de primera, y llevando pacientes a la isla cuando la situación lo requiere. En Cuba la salud es gratuita. ¿Cuánto cuestan los medicamentos más caros en el mundo capitalista? ¡Mucho, demasiado! Zolgensma, tratamiento unidosis destinado a nacidos con atrofia muscular espinal, de un laboratorio estadounidense, cuesta ¡dos millones de dólares! O el Eculizumab, medicamento usado para el tratamiento de un grupo raro de enfermedades que afectan los glóbulos rojos, de fabricación estadounidense, alrededor de 7,000 dólares la dosis. O el Carbaglu (ácido carglúmico), de fabricación italiana, para pacientes con problemas hematológicos, 1,000 dólares la dosis, o el Ravicti (fenilbutirato de glicerol), de fabricación alemana, para trastornos del ciclo de la urea, alrededor de 5,000 dólares la dosis, o las quimioterapias para el cáncer, con dosis de 800 dólares cada una (sabiendo que siempre se necesitan muchas dosis: 10 o más), el Kaftrio (elexacaftor/tezacaftor/ivacaftor), el tratamiento más caro y avanzado para la fibrosis quística, de laboratorio británico-estadounidense, con un costo de 8,000 dólares. ¿Quién puede pagar todo eso? Quien pueda, y si no… a rezar.
La salud no puede ser una mercadería más. Eso demostró descarnadamente la reciente pandemia de Covid-19. ¿Por qué esos encierros obligados, con toques de queda en algunos casos? Porque los sistemas públicos colapsados por las privatizaciones no garantizaban eficiencia. Cuba —aunque la prensa comercial no lo mencione—, con un planteo socialista de salud pública, pasó la pandemia en mejores condiciones que las potencias capitalistas.
Nos muestran los oropeles, los centros comerciales rebosantes de mercaderías, el reloj de 42 millones de dólares de Jeff Bezos, un super deportivo Bugatti de 8 millones de euros o la mansión Antilia, en Mumbai, India, del magnate Mukesh Ambani, valorada en 1,000 millones de dólares (con tres helipuertos y garaje para 168 vehículos). Mientras tanto 20,000 personas mueren diariamente en el mundo por falta de alimentos, siendo que hoy la humanidad produce el doble de nutrientes suficientes para alimentar perfectamente a toda la población mundial.
Cuando las enfermedades graves tocan a la puerta y se necesitan enormes desembolsos, además del sufrimiento que estas producen en paciente y rodeantes, vemos lo que significa el socialismo: la dignidad. En Cuba socialista toda la salud es gratuita. ¿Por qué se empeñan en decirnos que el socialismo fracasó?
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