Con el paso del tiempo, este miedo mutó. Pronto fue sustituido por el temor a la muerte y luego, por el incomprensible fantasma del comunismo que atormentaba a la abuela Raquel. Sufrí por espantos propios y ajenos. Me inquietaba lo desconocido, la idea de sufrir.
Los miedos también han escoltado mi tránsito por la vida adulta. El miedo al fracaso, al rechazo, a la pérdida, la enfermedad, la pobreza y la vejez. El desasosiego llega a veces en enormes oleadas instigando mis decisiones, modelando mi personalidad y particular visión del mundo.
Uno de los temores más primarios y retadores, es el miedo a ser diferente. Nos educan para ser “como todo el mundo”, para homogenizarnos con la moda, la tecnología, la forma de hablar, las ideas. Aquel que ose a transgredir las reglas de la “normalidad” será motivo de burla, crítica y menosprecio.
Sentir miedo no es anormal, al contrario, estimula la sobrevivencia. Nelson Mandela decía que “No es valiente el que no tiene miedo sino el que sabe conquistarlo”. Así que lo anormal es someter a él la voluntad y la conciencia. Inaceptable es renunciar a la libertad permitir que nos confine a vivir en calabozos cada vez más fríos estrechos.
El poder del miedo radica en que fulmina la razón y potencia la emoción. El mundo actual padece de hiper-angustia y la angustia es un sentimiento muy apreciado por el sistema capitalista y algunos regímenes políticos.
Por ejemplo, las ventas de armas, los servicios de seguridad privada y las aseguradoras, crecen y se nutren de aflicciones y zozobra. El efecto 2000 en las computadoras que amenazaba con el colapso del suministro energético, de empresas, instituciones y bancos a nivel mundial enriqueció al sector informático. El pánico suscitado por la gripe AH1N1 benefició a las grandes empresas farmacéuticas. De igual manera, pocas noticias suelen ser tan redituables para los medios de comunicación como aquellas que causan mayor consternación y espanto.
El mercado del miedo atraviesa todas las áreas de la vida. El afán por apegarse a la normalidad de las exigencias sociales y sus prototipos de “éxito y fracaso” conduce a las personas a adoptar hábitos malsanos de adquisición de deudas.
Así mismo, el miedo como estrategia de dominio y control es la mejor arma de los grupos criminales, e incluso de algunos regímenes políticos. El objetivo es instalarlo, provocar la inacción y luego la reacción despojada de razón. Basta con analizar el asesinato de los guardias del sistema penitenciario acaecido el día de ayer.
Finalmente, el miedo también es conservador, inhibe u obstaculiza los cambios que demandan las circunstancias y el tiempo. Cuando éste se instala como único vector social las sociedades se estancan.
La dominación busca cerrar el breve espacio de sensatez que existe entre la parálisis y la fase reaccionaria, de ahí que sea éste el momento que hay que proteger.
Mientras más incapacitado se ve el ser humano para liberarse concientemente de sus miedos, más se acerca a la condición animal. Ya no vive, sobrevive. Se limita y esclaviza. Franklin D. Roosevelt afirmó que “A lo único que tenemos que temer es al miedo mismo”, porque infantiliza y conduce a la renuncia de la autodeterminación. Si su efectividad depende de la ignorancia no hay duda de que es sobre ella que debemos actuar.
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