Un buen punto de partida para hablar de Luis Alfredo Arango es 1988. Ese año su ciudad natal, Totonicapán, fue la sede del primer encuentro interregional de escritores. Una actividad en la que, además, se había programado el reconocimiento al escritor más representativo del lugar. El nombre de Luis Alfredo Arango y su trayectoria literaria, que había empezado en 1959 con la publicación del poemario “Brecha en la sombra”, fueron ineludibles. Ese reconocimiento fue el primer Premio Nacional de Literatura que, entonces, consistía únicamente en una medalla y un diploma. Así lo recuerda el abogado y escritor Max Araujo quien estuvo cerca de Arango, de todo el proceso de aquel congreso y también del cuidado de la primera edición de su novela Después del tango vienen los moros, publicada ese mismo año como parte de las conmemoraciones del décimo aniversario del grupo literario Rin 78. Una novela importante dentro del imaginario literario de Arango, pues en ella confluyen los elementos que marcaron su vida y que el lector puede encontrar a lo largo de toda su obra: el humor, la zoomorfización, el lirismo, la nostalgia por el pueblo, la exploración de la ciudad, la revisitación de la infancia, la migración, el reconocimiento del otro, el mestizaje; y mediante esa búsqueda personal, la reflexión acerca del lugar que lo alberga a él y a esos viajes mentales entre su pasado y su presente: Guatemala.
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El migrante es un ser dividido. Péndulo físico o mental entre un allá y un aquí. El anhelo, cuando se cree alcanzado, siempre cambia de lugar. El deseo de salir se transforma en deseo de volver y viceversa. Una vez alcanzado el allá, que magnificaba la imaginación y el sueño, se torna plano, burdo; y la planicie del lugar que se abandonó, se vuelve amable y cálida bajo el lente de la nostalgia. El migrante sigue a su intuición que, seductora alza los brazos en la distancia, siempre está en otro lado. No hay lugar posible para el migrante. Desde el presente solo puede verse hacia atrás o hacia adelante. El presente es el más cruel de los no lugares, el más inexistente, el más invocado, el que más rehuye. La migración interna es un fenómeno constante. Los lugares de origen son las madres que un día cierran la puerta en la espalda, empujan fuera del nido, obligan a volar, y allá va el migrante a buscar en la ciudad mayor esos rasgos que le recuerden lo que dejó para no sentirse tan ajeno, rasgos a los que pueda aferrarse en el momento cotidiano de invocar a la nostalgia. Ese fue el caso de Arango y de su familia. Luego de la muerte de su padre y la pérdida del trabajo de su madre, salieron hacia la capital en busca de una vida que les permitiera, en algún momento, volver a la casa de Totonicapán. Esa idea fija es la misma que se refleja a lo largo de su poesía y que hilvana el monólogo que constituye su novela más conocida.
Después del tango vienen los moros es el discurso de un hombre dividido entre la ciudad y el pueblo, entre el presente y el pasado, un hombre que se identifica con los pájaros, esas criaturas del campo que han sabido sobrevivir en algunos rincones de las ciudades. Es el discurso de un ladino que a través de la cercanía y la pérdida de su medio hermano, indígena, trata de comprender sus diferencias y de reconocer esos vínculos en la vida de los pueblos que son hermanos de su hermano, hijos todos de una misma madre pobre y ultrajada: Guatemala. La novela es una larga conversación con un interlocutor ausente, una reconstrucción personal a través de la reconstrucción de la memoria.
Existe entre todas las migraciones, una migración emocional. Es la que va de la infancia a la edad adulta, esa huida que muchas veces se acelera obligatoriamente, esa corriente que aunque se quiera o no, nos arrastra. Y allí está el niño imaginando el día en que finalmente logre liberarse de la opresión familiar y escolar; y luego, el adulto volviendo mentalmente por lo perdido, con la obsesión infantil de quien levanta las esquinas de una costra hasta que duele, hasta que se debe detener.
Después del tango vienen los moros es una vuelta a la infancia y a la época de la Contrarrevolución: esos quiebres que hicieron de su personaje el hombre que fue; que hicieron de Guatemala el país que es. Y en esa atmósfera que refleja ficcionalmente una parte de su vida, el escritor se hace acompañar por otros escritores guatemaltecos, bajo cuyos nombres aparecen personajes diversos: Max Araujo es piloto aviador; Lucrecia Méndez de Penedo tiene una casa llena de palomas; Delia Quiñónez es dueña de una tienda; Dante Liano es propietario del almacén frente al cual se estaciona “La estrellita”, el bus que maneja William Lemus y que lleva de vuelta al pueblo; Víctor Muñoz es maestro de escuela; Marco Augusto Quiroa es zapatero; y Carlos René García Escobar es el fabricante de los polvos “calmantol”. Todos, personajes con los que compartió tiempo y espacios a lo largo de la carrera literaria que empezó a finales de los años 60 junto a los miembros del grupo Nuevo Signo.
“Veníamos de diferentes rumbos y nos encontramos en una misma esquina” decía metafóricamente respecto al grupo en un artículo publicado en el extinto periódico La Nación, recuerda el poeta Francisco Morales Santos, quien al igual que Antonio Brañas eran originarios de distintos puntos de Sacatepéquez, y coincidieron en la ciudad con otros poetas como Roberto Obregón, José Luis Villatoro y Julio Fausto Aguilera, que venían de Suchitepéquez, San Marcos y Chiquimula, respectivamente. Lugares en los que, juntos, visitaron municipalidades, sindicatos y escuelas públicas para leer la poesía que iban editando con el mimeógrafo de Bellas Artes, en cuyo departamento de Letras trabajaba Delia Quiñónez, la única capitalina de Nuevo Signo, un grupo que se caracterizó no solo por su compromiso estético, sino también por el compromiso social que les costó la desaparición de uno de sus integrantes y de otro escritor muy cercano: Roberto Obregón y Luis de Lión. Sin embargo, a Luis Alfredo Arango el compromiso social no le venía por el solo hecho de ser un poeta de provincia, el escritor Dante Liano recuerda en un texto al respecto, que Arango era parte del núcleo ladino de Totonicapán y que, en relación con la población maya tenía una situación más o menos desahogada que a él le permitió el acceso a la educación. Luis Alfredo Arango emigró, estudió magisterio en el Instituto Central.
Su primera experiencia didáctica en San José Nacahuil cambió su vida. Luego de un año de enseñanza, vio desfilar enfermedad, muerte por hambre, deserción escolar. Los verdaderos problemas que asolaban a la población rural. Todo empieza allí, asegura Dante Liano, sus ideas y su obra.
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Luis Alfredo Arango fue ante todo un poeta. Un poeta que escribía narrativa, que pintaba, que desde su “tilichera”, el cuartito que iba acomodando en su casa para ponerse a escribir los fines de semana, como recuerda su hijo Bernal y sus amigos, nos regaló una visión de país. “Mis cuentos y mi poesía son solamente una indagación, un reconocimiento del entorno social, geográfico y cultural. No he modificado nada, no he intentado transformar la realidad porque no soy un hombre de acción, sino un ser contemplativo…no tengo un estilo poético y un estilo narrativo separados. Simplemente escribo cuentos o poemas a partir de mi experiencia vital”, escribió alguna vez en la revista Tzolkin, del Diario de Centro América, de la cual fue fundador, junto con Juan Fernando Cifuentes. De allí que lo que ya se ha dicho sobre su poesía, es válido también para su narrativa.
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De acuerdo con la escritora y académica Lucrecia Méndez de Penedo, Arango “fue gran poeta, riguroso en el oficio, y originalísimo en su sencillez, en su capacidad de síntesis; en el inesperado y certero golpe de humor insertado en un discurso poético muy serio. En la famosa difícil sencillez, tan ambicionada por muchos y concedida a tan pocos”. Humor, lirismo y sencillez a los que el escritor y filósofo Rodolfo Arévalo también le dedicó estudio en su tesis de licenciatura. “Su ritmo y su manera de tratar los temas, la simplicidad, su sarcasmo y su mentalidad indígena lo sitúan como el predecesor de Humberto Akabal, de la anti poesía de Muñoz, la cotidianidad de Enrique Noriega y de otros que no recuerdo o no conozco”, afirma Arévalo. “Desde su poesía, Arango fue un adelantado al debate étnico, quizá simplemente porque desde niño asumió su ladinidad provinciana y conoció y convivió con otra etnia indígena, acaso con menos tensión de lo que hubiera significado esa vivencia en un centro urbano como la capital…
“Arango no denigró, idealizó o imitó al indio, sino simplemente registró su visión de ladino cercano”, afirma Lucrecia Méndez de Penedo, y lo confirma Mario Roberto Morales en el prólogo a la poesía reunida que publicó Editorial Cultura bajo el título de El andalón: “Arango representa una especie de contraparte de la obra de Luis de Lión, porque expresa una visión de mundo igualmente mestiza pero desde su condición de ladino indianizado”.
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Aparte del oficio de poeta, del tiempo y el espacio, de las migraciones y de la visión del mundo mestizo, a Luis Alfredo Arango y Luis de Lión los hermana también la literatura infantil, asegura Francisco Morales Santos: “Ambos fueron los precursores de una literatura no infantilista. Ambos eran maestros y grandes poetas, y supieron conjugar esos elementos para hacer una literatura lúdica”, dice en referencia a “El país de los pájaros”, un libro que editó y distribuyó masivamente la Secretaría de Educación en México hace varios años, y cuya más reciente reedición guatemalteca está actualmente en trámites con editorial Norma. Muy certeramente en vísperas de la conmemoración de los 80 años del poeta que murió hace 14 y fue enterrado en Totonicapán, en el nicho familiar donde muchos de los Arango cumplieron con el deseo de volver. Luis Alfredo dejó muchos proyectos pendientes, afirma su hijo mayor, Bernal Arango, la literatura infantil y la pintura fueron algunos de ellos.
“Él sabía que estaba por llegar a la edad de jubilarse y tenía que seguir trabajando, pues todo lo que hizo nunca le permitió ser un hombre adinerado. Íbamos a tener una compañía editorial de garaje. Él se iba a encargar de los textos, y yo, junto a mi esposa, Diana Mendizábal, íbamos a encargarnos del diseño y las ilustraciones”, recuerda Bernal, quien todavía guarda la última acuarela incompleta que dejó el maestro en el mes de noviembre de 2001, ese arte que también reforzó su imaginario, como afirma la escritora Delia Quiñónez: “En Arango, poesía y obra plástica hilvanan, cada una con sus propios códigos, un testimonio de voces que permiten acariciar, sin falsas ceremonias, las casas del poblado natal, el rocío de las flores, el viento suave de los amaneceres, la sonrisa de las gentes y el aleteo perenne de sus pájaros”. Arango fue un artista completo, casi un profeta que nos legó, con encanto, clarividencia y sencillez, una visión de Guatemala, de su lenguaje, su área rural, sus conflictos y sus miserias. Mediante la exploración de su propia historia, nos encuentra y nos nombra. Leerlo, recordarlo, es reafirmarnos, volver a nombrar la esperanza de comprendernos y de encontrarnos.