El libro, que no pasa de 80 páginas, y el recuerdo de esa tarde, fueron la invitación para encerrarme y leer hasta terminar la historia de TD Lemon, el pianista del Virginian, que, durante aquel siglo recién nacido, hacía la travesía desde Europa hacia América y que, además, recorría los puertos de la costa del Atlántico norteamericano. El niño había sido abandonado dentro de una caja sobre el piano de la nave, y encontrado cuando ya todos habían desembarcado. Se trata de un personaje que nació, creció, se adaptó a la vida en el océano, adoptó un lenguaje musical único y nunca se había planteado la idea de descender, escoger una ciudad o vivir como los demás.
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Durante la lectura, me encontré con aquellas partes del monólogo que me habían conmovido mientras miraba la película y con otras más que se le habían escapado a mi mala memoria. Y, sin embargo, mientras leía reparé en que las imágenes que emergían frente a mí, eran las de la película de Tornatore. TD Lemon seguía siendo Tim Roth, y el tono de las imágenes que surgían en mi cabeza, escenas casi completas, se devolvían como olas desde el recuerdo de la película que había visto hace varios años atrás.
Esa misma tarde terminé de leer Novecento. Y de esa segunda experiencia con la historia, me quedó una certeza, adopté conscientemente una jerarquía personal entre la literatura y el cine: la necesidad del libro, de la letra antes de la imagen ajena, porque, sin duda, leer una historia antes de verla interpretada, mantiene intacto el gran regalo que ofrece la lectura, el de la posibilidad de ver las cosas por primera vez.
Con esta historia había tenido suerte. La película de Tornatore me había llevado hasta las orillas de la lectura y se había quedado como una fotografía hermosa en mi subconsciente. No dudo que habrá otras como esa, pero la suerte se enciende y se apaga, y sé que también puedo correr el riesgo de perder el tono de un lenguaje, una frase contundente, una imagen que no cupo a la hora de comprimir las páginas en dos horas de historia, un dolor profundamente humano borrado por un pincelazo de edulcoración. Un guiño capturado por otro, que ya no logró llegar hasta mí. O, finalmente, perder la ruta hacia un libro para siempre.
En este tiempo en el que no hay tiempo, a veces vale la pena tomar primero el camino más largo, días de travesía con ojos de descubridora de un universo de palabras que florece desde los surcos negros de las páginas de un libro. Y luego darse el lujo de repetir la experiencia, sintetizada desde otras interpretaciones, desde otras sensibilidades. Optar primero por tomar esos atajos para conjurar un mundo nuevo, a semejanza de nuestras visiones.
Baricco, Alessandro. Novecento. Editorial Anagrama. 2006
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