Lo celebré de lejos, a 200 kilómetros de distancia, imaginando cómo hubiera sido esa premiación, cómo sería el panorama social de la cultura y el arte en un país que no tuviera que vivir defendiéndose todo el tiempo. Lo celebré, más que con sorpresa, con la satisfacción de una certeza que me nació durante los años que pasé cerca de su espacio de trabajo en la misma editorial, en donde pude atestiguar su creatividad desbordada. Y no me refiero solo en la escritura de poesía, un género con el que ya había ganado, bastante temprano, el Certamen Víctor Villagrán Amaya en Quetzaltenango, y con el que había publicado dos libros durante los últimos años: Este mal y Teúl. Tampoco solo a su creatividad en la escritura de la narrativa breve, a través de aquel otro libro maravilloso que, ojalá pueda ser reeditado y leído con atención, como fue Escolopendra o los libros para niños y jóvenes que escribió, ilustró y publicó con la colección Loqueleo. Sino también, una creatividad que abarca el arte visual, a través de su obsesión con la luz y el color, medios que usa con frecuencia para contar historias, inventar, retratar e ilustrar. O durante su oficio haciendo títeres, en una labor casi escultórica y tan lúdica como manipularlos o como leer obsesivamente, ver películas y cruzar videojuegos de principio a fin, encarnando con agilidad una serie de personajes en esa otra narrativa en primera persona que representa ese arte.
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Un poco de todo esto se hace evidente en la novela ganadora del Monteforte de ese año, El acto de los Wayob. Una historia dual, mestiza, en la que se mueven dos dictadores y un pueblo, dos violencias encontradas: una imperante y una replegada, pero viva. Sus páginas son un juego con la Historia política guatemalteca de principios del siglo XX; y la ficción por la vía del género policíaco y del terror. Una historia en donde todo es una cosa diferente de lo que parece: los investigadores de la policía secreta de Ubico, los móviles de los crímenes, el que los lleva a cabo, Tereso ―el poblador que los acompaña por los terrenos del Viejo Palmar― los habitantes temerosos, que han logrado una simbiosis en su relación con la naturaleza, hasta convertirla en su aliada o la figura del caporal despiadado. Martín Díaz Valdés nos cuenta la historia como un narrador que conoce de ida y vuelta los caminos del lenguaje y de su imaginación, pero con la estética de un poeta. Mezcla lo guatemalteco: sus episodios dictatoriales, uno de sus idiomas, su manera de hablar el español, su idiosincrasia tropical, todo eso, con la literatura.
Si bien, el escritor guatemalteco Byron Quiñónez había hecho, hace varios años, una simbiosis parecida, entre Guatemala y el género policíaco y de terror, fue absolutamente urbana: el detective Rosanegra en las calles de la ciudad, entre la violencia y la existencia de una droga extraña que lleva al investigador y a los personajes hacia los límites del terror sobrenatural. Martín, sin embargo, se va hacia la Historia de Guatemala, hacia la ruralidad, al ambiente selvático de la costa sur guatemalteca, que hoy permanece en ruinas, devoradas por el tiempo y la vegetación, que siguen dando testimonio de su pasado y su devastación.
En El acto de los Wayob hay huellas asturianas en el sonido de las palabras, en el uso de las onomatopeyas, hay rastros de series policíacas, de aventuras y peligros que habitan en los videojuegos, hay vestigios de otros libros, de cultos inventados, de personajes míticos, de aficiones de infancia sobre criaturas que parecen inexistentes, y hay misterio y extrañamiento en una guatemalidad que se da por sentada, un misterio hacia el cual lleva al lector en primera persona cuando lo enfrenta a los diálogos de Tereso, esos fragmentos en K’iche’ cuya imposibilidad de ser comprendidos sobreviven en muchos lectores, más allá del libro, para marcar, de otra manera, esas distancias enormes que conviven en territorios pequeños, y para emular, desde otra autoridad, esa costumbre literaria decimonónica de los largos párrafo en francés a los que nunca logramos acceder.
Hace algunos meses, la fotógrafa quetzalteca Gloria Ramírez publicó en sus redes una serie de imágenes del Viejo Palmar, sin haber leído detalles, yo sentía tan familiar cada una de ellas, fue entonces cuando confirmé que eso es lo que hacen los buenos libros, los autores que han hecho un oficio de su capacidad de creación. Martín Díaz Valdés ya había sembrado en mí un mito, había transformado para siempre las posibilidades de un paisaje.
La novela ya va por su segunda reimpresión y se sigue leyendo, y sigue asombrando por la solidez de su construcción, por su juego y sus visiones, por ese paso firme con que su autor avanza, mientras mira fijamente el terreno de su memoria y de su imaginación.
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Díaz Valdés, Martín. El acto de los Wayob. Catafixia editorial. Guatemala, 2023.
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