El orteguismo dio a conocer su propia versión de este tipo de autoayuda: la ley de amnistía que distribuye un autoperdón para que Dios y el pueblo autoperdonen a los orteguistas que cometieron crímenes contra los presuntos golpistas, aprobada en tiempo récord el 8 de junio. Ni Dios ni el pueblo pueden negar un autoperdón, pero no por las razones que los redactores de la ley probablemente suponen —habernos incluido en su perdón universal y obligarnos a la reciprocidad—, sino porque el intento de decomisarles el autoperdón a unos verdugos que blanden la guadaña es una labor tan estéril como el intento de arrebatarle el micrófono a un borracho que canta en un karaoke.
¿Tiene algo de extraño que quien se autoconcedió el derecho inconsulto de alquilar por un siglo parte del territorio de Nicaragua se otorgue ahora un perdón? Para nada. Pero sí es un hecho cargado de muchos significados, no todos favorables a los promotores de la amnistía.
Tiene un valor táctico en el exterior porque la palabra amnistía goza de un encanto propio e irrecusable. Una vez echada a rodar, la fosforescente palabra amnistía entrará en los titulares de los principales medios de comunicación y será lo único que retendrán en su memoria de corto plazo la mayoría de los lectores y de los televidentes.
Su efecto táctico interior no es despreciable: calmar a la militancia sandinista iracunda por la inminente liberación de los presos políticos y mostrarles que el FSLN reparte perdón parejo.
La ley tiene también una finalidad estratégica. Busca pavimentar el futuro de impunidad. Pero ahí empiezan los problemas. En primer lugar, porque no se busca amnistía, sino inmunidad a la justicia sin reconocimiento de la culpa. Aquí el autoperdón proviene de una negación de la condición de victimarios y de una imposibilidad de ser investigados. ¿Para qué perdón si no hay delitos reconocidos? Aquí emerge un efecto búmeran: amnistía no pedida, acusación manifiesta. Autoperdonarse es admisión tácita de la culpa y —como diría Salarrué— de su truenisdedis y chillistripes ante su incierto futuro jurídico.
El segundo problema es que las amnistías autoconcedidas duran lo que dura el ejercicio del poder despótico de los amnistiados. Tras ese punto de inflexión, todo lo sólido se desvanece en el aire. La amnistía que se obsequiaron Arena y el FMLN en El Salvador se sostuvo —y no siempre muy firme— mientras esos partidos fueron dominantes. Ahora que ese dúo fatal quiere reeditarla, se enfrenta a una fiera resistencia. Aun así, esa amnistía duró —sin asegurar impunidad total— más de 20 años.
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En Nicaragua no hay condiciones para emular ese modelo. Ahí no hay empate militar ni acuerdos negociados. Tampoco hay una materia común que amnistiar: los crímenes cometidos por dos grupos armados. Ahí solo hay un grupo armado. Por eso no habrá por el momento una amnistía, aunque le pongan ese membrete, sino la imposición de la impunidad para unos y feroces castigos pseudojudiciales y extrajudiciales para otros. En resumen, la amnistía –cuando funciona, siquiera por un tiempo— debe ser un obsequio mutuo, no un autorregalo.
De todos sus entresijos, el artículo 3, sobre la no repetición, es el más tenebroso y el que le quita la careta bonachona a la ley: «Las personas beneficiadas por la presente ley deberán abstenerse de perpetrar nuevos hechos que incurran en conductas repetitivas generadoras de los delitos aquí contemplados».
Los delitos «aquí contemplados» son el supuesto intento de golpe de Estado. ¿Y los hechos y conductas golpistas? Ahí está el detalle. Son hechos y conductas considerados en otras latitudes como normales y conquistas básicas de los derechos civiles participar en marchas, agitar una bandera patria, ejercer el periodismo, tomar fotografías, paro empresarial y convocar a la desobediencia civil fiscal, entre otras conductas cívicas o hechos inocuos. La ley de amnistía significa la ratificación legal de toda una nueva tipología de crímenes.
Los autoperdonados van, pues, a Dios rogando amnistías y con el mazo dando amenazas a los excarcelados. Saben que su juego está sobre la mesa y que solo una posición de fuerza lo sostiene. ¿Por cuánto tiempo? Concepción Arenal, abogada y visitadora de prisiones española, escribió en el siglo XIX: «Todo poder cae a impulsos del mal que ha hecho. Cada falta [es] un ariete que contribuye a derribarlo». Autoderríbate, que todos te autoderribaremos.
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