El problema es que para generar o encontrar esas oportunidades se debe tener una capacidad de adaptación sumamente grande y rápida. Adaptarse significa, primero, aceptar la realidad en la que se vive y, segundo, encontrar, dentro del caos que generan las crisis, hacia dónde se pueden enfocar las mejores soluciones que nos ayuden a salir de ellas, pero sobre todo a aprender para no repetirlas. Esa capacidad de adaptación es una característica que por lo general se encuentra en el sector privado y que, por el contrario, parece imposible de hallar en el público.
La crisis generada por el covid-19 es nueva e inesperada. Los médicos todavía están experimentando con tratamientos y vacunas que los más optimistas dicen que estarán listos hasta dentro de un año. Pero ya estamos viendo algunas señales inequívocas de que algunas medidas sanitarias y de aislamiento social han venido para quedarse por un largo tiempo (por lo menos uno o dos años), lo que implica que desde ya debemos ir pensando en adaptar nuestra forma de vida a un nuevo normal, con clases televisadas, niños con mascarillas en las escuelas y sin recreos, distanciamiento social, nada de espectáculos musicales o deportivos con público, compras netamente en línea, comida llevada a la casa (y no consumida en el restaurante) y home office y teletrabajo como algo ordinario (y el trabajo presencial como lo extraordinario). Eso, solo por mencionar algunas implicaciones.
La pregunta es cómo visualizamos el futuro y qué estamos haciendo para adaptarnos a la situación.
Como mencioné anteriormente, el primero en adaptarse es, por lo regular, el sector privado. Comparado con el sector público, el privado siempre tiene un grado mayor de flexibilidad para cambiar las reglas que rigen sus empresas o negocios y buscan, obligados por la necesidad de ser rentables, constantes transformaciones en sus esquemas de negocios. Por algo se suele decir que en el mundo de los negocios te adaptas o te mueres. Esta crisis no es la excepción. Algunos negocios migraron rápidamente al home office, a la atención a distancia, al trabajo por turnos, al cambio de productos por producir (enfocados ahora en artículos que se consuman más en esta coyuntura) y al servicio personalizado a domicilio, entre otras medidas, todas acompañadas de la adopción de medidas sanitarias.
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Ahora los vendedores informales venden mascarillas en las calles en vez de raquetas para matar zancudos. Se cobra en los baños públicos por echarles gel en las manos a las personas, y no por dar un pedacito de papel, y vemos fabricación casera de mascarillas. Son pequeñas cosas, pero al final una muestra inevitable de que se buscan la adaptación.
Sin embargo, es en estas circunstancias de crisis en las cuales la población más busca al Estado como un ente que la ayude a sobrellevar la situación y a encontrar en él un salvavidas para literalmente sobrevivir. Pero vemos pocas medidas de este para adaptarse a la crisis. En realidad, se vive casi una parálisis total. Salvo el sistema de salud y las fuerzas armadas, lo demás se ve casi inoperante. O sí funciona, pero de manera tradicional, sin innovar en medidas que agilicen la prestación de servicios y que no pongan en riesgo la salud de los trabajadores y usuarios en general.
Pareciera que muchos funcionarios están en una situación relativamente cómoda, pues siguen recibiendo sus salarios sin trabajar y no ven en riesgo sus ingresos (algo que además no es cierto), lo cual, a diferencia del sector privado, no los obliga a buscar esas soluciones rápidas y eficientes para sobrellevar la crisis.
Pero la verdad es que urge que en las instituciones del Estado se determine desde ya cuáles serán las medidas de adaptación, cómo van a cambiar sus normas y reglamentos y cuál será la forma en la que prestarán sus servicios a la población de una manera innovadora y, sobre todo, que no ponga en riesgo la salud de los trabajadores ni la de los usuarios. Si no se toman estas medidas ya, este Estado que conocemos estará condenado a morir. Y nosotros con él.
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