De rasurarme cada cierto tiempo. De tener un trabajo, un horario. De hacerle caso al despertador. De bañarme. De llevar cepillo al trabajo para después del almuerzo. De moderar las malas palabras en público y en los textos que se escriben. De echar gasolina. De echar agua por cada meada aunque no valgan la pena los dos galones que se desperdician. De pagar renta puntual. De graduarse de la universidad (o al menos de un técnico). De imaginarse qué sería dedicar ese tiempo que uno va a la universidad a escribir o a meditar o a tocar el arpa.
Hay que conseguir una corbata. Aprender a hacer el nudo. He visto sacos elegantes no tan caros que podría comprar. Salir a correr. Un uniforme para salir a correr. Que vaya con la camisa del Barsa. La de Messi o la anterior de Ronaldinho o la anterior de Stoichkov. Una buena tele para ver los juegos o, si no, ir a un restaurante para cada clásico.
Abrocharse el cinturón. Poner el pidevías. Hacerle servicio al carro. Cambiar las llantas. Cambiar el carro. Otra deuda. El seguro. Subió la prima. Quitar la carátula del radio cuando vengo a la casa de la suegra. Venir a las cenas familiares. Tener uno, dos hijos. La parejita. Pagar el colegio. Para que aprendan inglés. Administración de empresas. «La carrera del futuro», dicen mis cuñados recomendándosela a los nenes. «Para conseguir un buen trabajo», repiten en las charlas informativas los directivos de la facultad.
Al menos no voy en bus ni en taxi. El Uber igual es más o menos caro. Subir el vidrio cuando se acerca una moto en el semáforo. Esconder el celular debajo de la pierna. Llevar un frijolito para darles a los ladrones. Hacerse el loco cuando una mujer en la calle grita y subir el volumen de la radio para olvidarla, no importa que suene el jingle más culero.
[frasepzp1]
Acelerar aunque el semáforo esté parpadeando en amarillo. Mejor arriesgarse que quedarse detenido a estas horas. Son las diez de la noche al salir de la jornada del inventario en la oficina. Todos los restaurantes están cerrados. Apenas dieron unas boquitas tiesas al terminar. No hay dónde comer alguito. Más que tacos. Con aceite. Ricos y baratos. Para llevar, porfa.
Ya es otro día. Temprano a hacer la cola. Dos horas me esperan. Diez minutos de retraso y ya no salgo de la colonia. Menos mal no voy en una de esas camionetas urbanas, rojas con negro, como esa que pasa tambaleándose puro bolo desorientado. Se ven despintadas e inseguras.
Un tipo se acaba de lanzar al aire desde el bus. Pega la cabeza contra el asfalto. El cuate parece estar bien. No sangra. El tráfico se destraba. Algunos estacionamos para escuchar al señor, que cuenta que estaban asaltando la camioneta. Que llevaba en su maleta una computadora que no ha terminado de pagar y que no la quería entregar. Se soba duro la cabeza. Mejor se va más-corriendo-que-andando. Sabe que ya reveló que carga una computadora y hay gente desconocida. Se puso en riesgo.
Todos lo miran irse. Algunos se bajaron para hablarle, pero otros solo estacionamos y permanecimos viéndolo, desconfiados y silenciosos desde nuestros asientos. Igual, no hay tiempo. Nos tenemos que ir. Hay que trabajar. A la oficina. Llegar a las ocho. Para salir, primero Dios, a las cinco en punto.
Más de este autor