Este trabajo que yo hago requiere hablar con gente y mantener la vigencia, como una especie de periodista, pero no soy genuinamente imparcial ni pretendo serlo y, por lo tanto, se me permite conectar los puntos que la realidad escondida no deja comprobar o dejar de citar a quien efectivamente lo sabe, que es donde se le va la vida al verdadero periodista.
Yo nunca lo fui y siempre me creí más columnista o bloguero, sobre todo en aquellos tiempos cuando solo nos leíamos entre nosotros. Sucursal del Infierno se llamaba mi blog, cuyas entradas les enviaba por correo a unas cien personas y que muy pocas se detenían a revisar.
Por ese afán de teclear, desde el oficio de reportero me sumergí en el sueño de vivir de la escritura, aunque luego me percaté de que no era adonde la vida finalmente me llevaría. Pero fue un ejercicio fantástico ver las situaciones sin un velo de por medio y aprender a explicar lo que uno observa.
Aunque sentía que se me iba la literatura, como que ya no podría escribir cuentos, ya que uno se va enamorando de la realidad de tal manera que la ficción ya no seduce demasiado. Esta se convierte en una droga un tanto suave frente a la cocaína del día a día.
La intención es hacer un calco de la verdad que no es posible, pero la gracia está en esa aproximación contada como un chiste, sin sobras, con la expectativa que invocaba Poe cuando decía que, si una soga aparece al inicio del relato, alguien tiene que salir ahorcado al final.
En fin, cuento esto por la pura gana de relatar situaciones, por un lado. Pero, para plantear el oficio de articular pretensiones alrededor de la justicia, lo que he venido desarrollando como columnista o bloguero es, de cierta manera, prescindible para lo que necesita nuestra crisis ininterrumpida. La protesta y la indignación llegaron a un punto en el que hay un núcleo duro de personas que consolidaron redes sólidas que no existían antes.
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La lava de hace cuatro años aún está secándose. Hubo una innegable eyaculación tectónica reveladora de verdades dolorosas. Parece que es la evolución energética, planetaria, biológica, coincidiendo con que la civilización, como ha venido creciendo, tiene un tope.
Pero un cambio no se hace a menos que se esté obligado por una imperiosa necesidad de hacer ese giro, por lo que vamos conduciéndonos a ese punto despacio y muchos toman parte en esta evolución.
Hay un aventón guerrero en todo esto, y por eso uno se agota como si no dejara de nadar todo el día. Porque hay resistencia, una gran negación que evita ver las-cosas-como-son, como dirían los budistas. Uno se niega a admitir el fracaso, por lo que esta labor de conversar, chatear, reunirse, planear está bien y no vamos a dejar de hacerla, pero es insuficiente, pues el proyecto en sí mismo es la nueva edificación y no sale de la nada.
A veces pienso que todo está escrito ya, como plantea Borges en el cuento La biblioteca de Babel, y creo que los clichés se van adecuando a las épocas. Hay miles de Romeos y Julietas en cada siglo. Entonces está nuestro nombre, el origen del nombre, como país: lugar de árboles. Y por ahí tenemos una voz que nos llama intuitivamente. ¿Es que acaso hay un tesoro más preciado? Hay millones de negocios en esa línea si es que la plata es lo que nos preocupa. El crecimiento, la producción de la riqueza, repite la derecha.
Mientras tanto, la izquierda se ocupa de los derechos, de la condición humana, de la dignidad. Vamos hacia un país de árboles que pueda equiparar una visión o muchas visiones contrapuestas y complementarias, pero para eso se requiere un gesto filosófico de ver la matriz.
En el laberinto de las tuberías del sistema judicial uno apenas va tapando las fugas. Y claro que se requiere este trabajo, pues se está aplanando lo mínimo en lo que debe asentarse una democracia. Y hay cierta nobleza en estar metidos en la porquería y en ese mundo de cuchilleros que no vamos a abandonar del todo, pero el pulido del diamante que invocará la conversión de la estructura no se está dando y requiere tiempo, dedicación y cierta poesía.
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