Desde hace mucho tiempo, ha sido año y medio —pero parece una eternidad—, el presidente Alejandro Giammattei ha venido demostrando que no tiene ni voluntad ni decencia para entablar un diálogo nacional. Por hepático, en clave de carácter personal. Por indecente, en clave colectiva. En este último caso, basta con asomarse a un hospital o con salir a una carretera o con visitar una escuela para darse cuenta de una negligencia extrema que ha costado vidas de miles de guatemaltecos. Las imágenes del hospital del Parque de la Industria aparecidas esta semana nos acercan al inframundo.
A la par de este abandono, bajo la responsabilidad de Giammattei, se ha fortalecido en Guatemala una arquitectura del crimen organizado desde la moral de la trampa y del dinero fácil. El Estado de derecho, ese que garantiza que el país no sea una jungla, ha ido desapareciendo poco a poco. Lo último, la remoción y el exilio de Juan Francisco Sandoval.
Esa remoción fue un acto asumido desde la certeza de que poderes muy fuertes sostienen y sostendrán al régimen. En tal sentido, el lamentable comunicado del Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal de Guatemala, firmado por Gonzalo de Villa Vásquez y Antonio Calderón Cruz, cumple con bendecir a un presidente cínico y a un gobierno ineficiente al grado máximo. Invita ese comunicado a un examen de conciencia de la fiscal general, y yo me pregunto: ¿creen en verdad, padres De Villa y Calderón Cruz, que Consuelo Porras va a llevar adelante un acto de discernimiento, a manera de retiro espiritual de colegio, y va a posicionarse de pronto a favor de los intereses de las mayorías del país?; ¿creen que el presidente Giammattei, incapaz de la mínima empatía con los familiares de los enfermos y muertos por el covid-19, va a tener alguna disponibilidad de escucha y de acercamiento a la ciudadanía?; ¿creen que su responsabilidad pastoral, esa a la cual apelan en el comunicado, debe ser deslegitimar los sacrificios de tantos ciudadanos, sobre todo mayas, que se resisten a vivir en un país bloqueado por las mafias y por la pobreza y que van a las calles negándose a la resignación?; ¿creen que es evangélico olvidarse del fiscal Francisco Sandoval y de otros fiscales que con valentía asumieron sus funciones a pesar de los costos personales y familiares?; ¿recuerdan ustedes aquel versículo de las bienaventuranzas: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia porque el reino les pertenece»?
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Pero no solo este comunicado busca apaciguar el movimiento ciudadano que pide un cambio real en el país. El obispo Álvaro Ramazzini pide pruebas contra el presidente Giammattei porque, de lo contrario, según él, todo se desvanece en rumores. De acuerdo con Ramazzini, pues, las denuncias de Acción Ciudadana, por ejemplo, no existen, como tampoco un Ministerio Público capturado por las mafias que impide cualquier investigación imparcial y justa.
La fe va más allá de una institución y de la ceguera de sus jerarcas para entender los signos de los tiempos. La Iglesia católica guatemalteca ha jugado papeles clave en la historia del país para mal y para bien. En el primer caso, aquella romería de Mariano Rossell y Arellano con el Cristo de Esquipulas en 1954 alentando la ira contra el gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán colaboró a darle fin a un proyecto de país que habría ahorrado tanta injusticia y muerte. En el segundo caso, para bien, nos queda el gran proyecto del Remhi como un archivo indispensable y memorial de las víctimas del conflicto armado. En el discurso de entrega del Remhi, Juan José Gerardi proclamó la centralidad de la verdad, la indisoluble relación entre verdad y paz.
Verdad es lo que falta en las palabras de los obispos, quienes parecen haber emprendido una posición de legitimación moral del gobierno de Giammattei y del orden de cosas que prevalece en Guatemala. Queda para la historia develar los motivos personales o institucionales que han determinado ese giro. Mejor sería guardar silencio entonces, padres De Villa, Calderón Cruz y Ramazzini, por respeto un país saqueado y en pleno duelo.
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