No doy nombres, pero todas las circunstancias son reales.
Érase una niña muy alegre, de gran sentido del humor y popular en su colegio privado, uno para la clase media alta. Sin embargo, ella solía tener días muy grises. Se apagaba por completo. Proyectaba tristeza y se encerraba en el silencio. Las profesoras notaban su mirada perdida y no comprendían el contraste con la otra, la que ponía la chispa en el grupo.
Lo normal en Guatemala habría sido que la regañaran, le impusieran castigos o se despreocuparan de sus cambios de humor. Al fin de cuentas, estaba en la plenitud de sus cambios físicos pasando de niña a mujer. Pero una de las maestras se interesó en saber qué sucedía y discutió el asunto con la dirección, que en una actitud también inusual decidió intervenir.
La niña tenía 14 años en aquel momento. La maestra se esforzó en fortalecer la relación de confianza y, finalmente, en un estallido emocional, se enteró de lo que sucedía. El padrastro de la niña venía agrediendo a esta sexualmente desde hacía cuatro años. La situación se le había vuelto insoportable.
¿Qué hacer? Los riesgos de meterse uno en lo que no le importa eran de consideración, desde la parte legal, económica, moral y de riesgos hasta la concerniente a la seguridad personal.
Aun así, el establecimiento siguió adelante. En aquellos días no se tenían todos los recursos de ahora, así que no supieron cómo buscar una intervención de las instituciones de protección de menores y, valientemente, actuaron por su cuenta.
Lo primero fue hablar con la madre, explicarle el porqué y cómo habían intervenido. Por razones que solo pueden quedar a la especulación, la madre le dio toda la credibilidad a su esposo. La niña mentía, estaba celosa, resentida porque su padre biológico había iniciado otra familia e inventaba todo para romper el nuevo matrimonio de su madre, ahora feliz y con una seguridad económica que antes no tenía.
El colegio no se quedó con esas explicaciones y citó al ofensor. Él también negó todo y repitió las razones de la madre.
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A este punto, cabe una pregunta hipotética. ¿Qué haría quien esto lee si su papel fuera de maestra, de directora, de orientadora psicológica o de directora de colegio?
Hay muchos detalles, pero solo agreguemos que mediaron amenazas de muerte si se seguía dándoles alas a las fantasías de la niña.
El colegio se limitó a brindar todo el apoyo psicológico que pudo. Pronto, la niña pasó de la depresión al mal comportamiento. Las cosas se salieron de control. Aun así la siguieron apoyando dentro del limitado espacio que les quedaba.
La pequeña víctima buscó apoyo en personas de su edad y con problemas similares. El resultado fue que terminó consumiendo drogas y siendo madre prematuramente. Más tarde se dedicó a la prostitución. Hoy nadie conoce su paradero o sabe siquiera si sigue viva.
Podemos enfurecernos contra el agresor (todo un exitoso y respetable ejecutivo), contra la madre, contra el Gobierno y hasta contra el colegio. Pero no nos lleva a nada. Una vida fue arruinada totalmente, una vida inocente y merecedora de la oportunidad de crecer libre de violencia física y psicológica. Todo lo que podía salir mal salió mal.
Quiero referirme a la obligación que tenemos todas las personas de proteger a los niños y a las niñas, sean nuestros o no. También quiero tocar el tema de las madres que prefieren el autoengaño a enfrentarse a una pérdida de ingresos o de estatus para ellas y sus otros hijos si los hay. Seguramente su decisión es difícil. Quizá hasta pongan en peligro su propia vida. Pero nadie tiene derecho a matar en vida a una niña o a un niño inocente. Aquí, señoras y señores, también entra la defensa de la vida.
Si usted que me lee conoce un drama similar o es protagonista de uno, le pido que actúe. Hoy hay más recursos de apoyo que cuando ocurrió la historia anterior. Por favor, denuncie. Aquí queda la lista de contactos para hacerlo.
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