Desarrollé una técnica que persuadió completamente a mi subconsciente. Procedía a sumar las letras de una palabra o frase. Luego, al total de dichas letras les agregaba sucesivamente las palabras que nombraban las cantidades contadas.
Por ejemplo, Álvaro tiene seis letras. Entonces, la cuenta va en seis. A esa cuenta se le agrega la palabra seis, que así llega entonces a las diez letras. La cuenta ahora va en diez. A ese total se le suma la palabra diez, por lo que alcanzaría las catorce letras. La palabra catorce tiene siete letras. Sumado el catorce, que es por donde va la cuenta, llegamos ya a veintiuno. Así sigue la cuenta hasta alcanzar los miles.
Había días en los que no lograba dormir por mantenerme en esas. Fui esbozando una habilidad para contar, ya que empecé a hacerlo de dos en dos usando los dedos. Entonces, al terminar una mano, la cuenta no era cinco, sino diez. Y comencé a jugar con los impares, a los que agregaba la primera letra de la siguiente palabra para ir componiéndolos. Porque parte del propósito era llegar a cifras cabales, establecidas, no quedarse a medias en un veintitrés o en un veintinueve, sino, en todo caso, en veinticinco o treinta.
Contaba en las clases, en los partidos de futbol, en las cenas. Alguna vez una novia me preguntó qué hacía cuando sintió mis dedos tamborileando sobre su pierna. Delataba cierta ansiedad. Que inevitablemente lo era. Tuve que revelarle el secreto. Por primera vez transparenté semejante obsesión, que para mí era una realidad entendible, pero de la cual, por razones que no consideraba, jamás había hablado con nadie.
Poco a poco lo fui comentando con familiares, a quienes les causaba alguna gracia. Pero, como yo ya había demostrado antes otras cuestiones un poco extrañas, como escribir en el aire, creo que no les sorprendió demasiado, sino que más bien despertó en ellos una curiosidad por estos patrones mentales.
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En la adolescencia acudí a un psicólogo. Entre lo platicado con él hablé de la forma en que contaba casi permanentemente. La explicación de él fue que las personas a veces necesitamos darles orden a las situaciones, inventar ese orden. Una especie de lógica estructuralista. El orden podría manifestarse en la naturaleza misma, en los trazos de las ciudades o en las constelaciones, que no existen como tal, pero sí mitológicamente. Y hay libros, novelas. Y en el imaginario ahí están, dándole sentido a la noche.
¿Como las constelaciones sería esta manía?, pregunté. Puede ser, contestó reflexivo, como inquiriendo qué pensaba yo sobre esa propuesta, con el estilo propio que adoptan los psicólogos para que uno se tome el tiempo de indagar. Me pareció lógica esta analogía con las constelaciones. Es mi mundo y son mis reglas. Con los años, la ansiedad se ha reducido y, por lo tanto, ha disminuido la cuenta, ese deseo de controlar. Aunque no desaparece del todo. Y por momentos cuento.
Por una parte, es divertido construir estos paisajes propios y no salir de ellos por el tiempo que uno desee. Por otro lado, es muy probable que se refuercen el aislamiento y la introspección sin fin, que desembocan en estados depresivos y nada agradables. Además de que se destapa, por ratos, ese impulso por controlar. Y al no conseguirlo, no solo se desata la cuenta, sino también episodios rabiosos o de capricho. Pero, como dicen, el antídoto al control es la confianza y soltar las situaciones.
En esta aventura de observar los pensamientos son necesarios las fisuras y los contrapuntos para calibrar la realidad, ya sea en la tierra o en el cielo azul, que eventualmente se volverá negro. Bajo estas visiones matizadas, apreciemos, pues, las constelaciones de cada quien.
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