Son las cinco y treinta de la mañana de un domingo. El despertador suena y me levanto. No sabía que el mundo existía a esta hora, no imaginaba otra cosa sino que nos hundíamos en un hoyo negro que solo era atravesable por los repartidores de periódicos y las aves matutinas. Domingo cinco cuarenta, me repito, mientras me estiro y reviso la temperatura del agua en la ducha.
Afuera hace un día nublado, con la luz de un día que comienza sobre las casas de mi condominio que parecen dormir también. Algunos charcos sobre sus techos reflejan el cielo gris brillante. Este día es el día.
Hace un año, mientras se corría la media maratón de la ciudad, yo la veía desde un restaurante en la Reforma, con dirección norte, con una torre de panqueques servida, cuyo tope era una montaña de crema batida y fruta. Mi hermana pasaría enfrente, porque mi hermana corre desde hace unos años y es un rayo.
Vi pasar a los keniatas y al etíope. Eran como esas aves que caminan sobre el agua antes de alzar el vuelo. Luego vi pasar mucha gente, todos flacos, sanos, felices, llenos de energía. Me dio cierta pena por mí. Con la panza enorme después de un par de años de descuido, sin más actividad física que caminar del auto a donde voy, subir las gradas en mi edificio. Nada.
Me prometí que esto cesaría. Para sellar mi compromiso público me abrí un blog: el Diario de un atleta gordito. Ahora que lo reviso me da cierta alegría saber que guardé un registro de una proeza inédita en mi vida: yo, un perezoso aficionado a pasar horas frente al computador o la televisión, haría algo impensable: correr veintún kilómetros. Para darme una idea, es la distancia que hay entre el Palacio Nacional de la Cultura y Villanueva, Villa Canales o Mixco. Y lo iba a correr. Maravilla.
Cuando comencé a prepararme, pensé que me daría por vencido. Especialmente en diciembre, porque diciembre me pone cerdiloco. Hice media maratón de convivios en diciembre y enero fue como un lunes con resaca. Así que fue comenzar de cero de nuevo.
En marzo volví a entrenar. La primera vez que corrí veinte minutos seguidos sentí que acababa de noquear a Tyson. A decir verdad, me hubiera encantado que la gente del gimnasio me sacara en hombros, pero la gente del gimnasio no me simpatiza. Es básicamente, un grupo de gente que se reúne a saludarse entre sí mientras están en movimiento. Hablan un rato, se montan a bicicletas estacionarias, bailan en la duela, sudan y luego quedan los viernes en una cevichería. Paso.
No busco amigos en el gimnasio. Busco destruirme. O destruir la idea que tenía de mí. Porque hacer ejercicio se convirtió de pronto en el reto de poder ser otro. Y la primera vez que alcance a correr treinta minutos seguidos sin escupir ningún órgano algo pasó en mí, una especie de iluminación bárbara, un amigo lo llama el túnel, yo lo llamo el Olimpo.
Estuve en el Olimpo. Vi mi vida pasada, presente y futura pasar frente a mí. Pude resolver problemas complejos, supe que la gravedad es mi amiga, que los chats me aburren, que las redes sociales son como quince hamburguesas en un like y está llena de gente que pasa prendida veinticuatro horas lo cual me hace sospechar que sean bots de la posmodernidad. Supe con certeza que estoy vivo y que no importa nada más.
En ese punto ya no hubo vuelta atrás. Sorpresivamente empecé a salir menos y entrenar más. A dormir ocho horas diarias. Qué maravilla es dormir ocho horas, uno transita por el tráfico denso sin pensar en bazucas y metralletas. Sé que a las tres de la tarde no moriré de sueño y que a las diez de la noche, chau chau mundo, que me voy a dormir.
Me estoy cuidando. Eso es. Levantarme un domingo y correr dieciséis kilómetros fue mi primera gran victoria en años. Y hoy, me gradúo, será la primera media maratón, me estiré, estoy listo, así que despierto a mi hijo, le toca el sacrificio de levantarse temprano, pero al verme con los pantalones cortos y la playera de la carrera se emociona y vamos pues.
Me encuentro con mi hermana en casa de mi madre y salimos hacia la Municipalidad. Al llegar los corrales aún lucían vacíos. El sitio estaba lleno de banderas, adornos y un show que luego tendría cerca de diecinueve mil corredores esperando el banderazo de salida.
Es un acto multitudinario, uno de los que mayor atención concentra. Y sin embargo, para mí no ha dejado de ser un acto de uno. Porque correr es un acto meditativo. Lo es casi cualquier deporte. También lo fue nadar para mí, en la adolescencia. Ese momento donde todo es cristalino llega en absoluto silencio y no puede ser compartido.
Diecinueve mil personas estábamos ahí y no me sentía parte de ningún grupo. Sigo siendo el mismo introvertido que prefiere no intimar. Estoy rodeado. La gente que llega tarde me empuja para tomar un lugar donde ya no hay espacio. Me desespero un poco. Llevo cerca de dos horas esperando el banderazo de salida.
Con tanta gente reunida, pensé que el Alcalde daría un discurso, que se haría publicidad. Sin embargo, la ceremonia se centró en cantar el himno y luego adiós muchachones, suerte que esto ya empezó. A mi lado tenía un anciano de unos setenta años con un brazo quebrado y una bolsa de hielo metida en el trasero. También a la gente de un equipo de corredores tomando un gel de unas bolsas muy raras como de ración de soldado.
Empezó la carrera y me tomó cerca de cinco minutos llegar desde mi corral hasta la salida. Estando ahí, corro, tranquilo, sabiendo que el trayecto será largo y que las dos horas de pie, casi inmóvil van a cobrarme su buena cuota de energía.
Llevamos apenas unas cuadras cuando encuentro a los primeros caminando por agotamiento. Mis preciosos. Sigo y a penas empiezo a calentar. Me siento de maravilla. Las calles del centro son una fiesta y yo me la estoy disfrutando. Encuentro amigos y los saludo con una emoción, como diciendo miren lo que puedo hacer. Siento orgullo de mí, no tengo pena en decirlo.
Al llegar a la calle Martí, encuentro un grupo de corredores en una especie de círculo en movimiento. Los rebaso y entiendo cuál era el punto de su formación: iban detrás de una chica con nalgas de silicona. Se nota que lo son, porque rebotan las dos al mismo tiempo como si fueran un mismo cuerpo adherido a otro cuerpo.
Paso a la Simeón Cañas y encuentro los primeros grupos de familiares y vecinos saludando con panderetas y porras. Es una alegría. Tomo alguna bebida y sigo. La sexta avenida se vuelve una especie de embudo donde la carrera se convierte en una de slalom, entre gente que se atraviesa y corredores que ya van fundidos.
Pero al salir de ahí, todo se vuelve más fluido. El sol empieza a salir frente a la Municipalidad de vuelta. Voy bien, me siento de maravilla, las piernas dan para más. Subo la calle de Yurrita desde la sexta avenida, esa colina empinada, como si nada. El sol nos pega de pleno y varios corredores élite ya vienen de vuelta por la séptima avenida. Un hombre con un perro salchicha me rebasa. Veo al perro mover las patas frenéticamente.
Eso es un baldazo. Yo comienzo y ellos ya terminan. Pero bueno, no voy por una marca sino por terminar. Aún me siento bien, acelero sobre Reforma, me gusta mucho correr ahí, los árboles provocan una sensación de frescura total y el asfalto de deja recorrer sin problema.
Encuentro a mi mamá y a mi hijo, aún no me esperaba, iba ciertamente veloz, mucho más de lo que podrían imaginar que iría, así que aún no tiene lista la cámara. Mi hijo me sonríe y me anima aún más. Las porras son intermitentes y eso se agradece. Uno se siente una especie de héroe.
Bajo por las Américas hasta el Monumento al Papa. Llevo cerca de quince kilómetros y me siento bien. Espero que la vuelta sea igual de fácil. Bajo un poco la velocidad para recuperarme. A mi lado va gente muy delgada.
Al dar la vuelta para regresar a la Municipalidad sobre las Américas la carrera se pone cuesta arriba. No lo parece, pero ahí hay una pendiente matadora. Empiezo a sentir la fuerza que está requiriendo mis piernas. Muchos corredores me empiezan a rebasar, pero no importa, sigo, paso a paso, pienso.
A la mitad de las Américas, de vuelta, me encuentro a un grupo de bomberos atendiendo a un hombre que se ve muy mal. Lo tienen sin camisa, inmóvil, con una especie de electrodos adheridos al cuerpo. Lo levantan y la cara de los bomberos tiene mala pinta. Me asusto un montón. No quiero terminar así. Bajo el paso.
Atravieso el Obelisco ya más lento y paso por Reforma alentado por la gente que sigue ahí apoyando. Vuelvo a saludar a mi madre y a mi hijo. Estaban preocupados. Ciertamente tenían razón. Me hice una hora en los últimos seis kilómetros de la carrera, mientras que los primeros quince los recorrí en una hora y cuarenta.
Saludo a mi madre, que está frente al restaurante donde decidí que correría y alzo las manos en señal de victoria. Me vencí a mí, al que era cuando hace un año estaba sentado comiendo una fila de panqueques.
Sigo. Encuentro un hombre, un tipo curtido por el sol, escondido tras los arbustos en la Embajada estadounidense gritándonos, ya solo les quedan dos kilómetros. Se lo agradezco. Es una emoción oír esa noticia.
Encontré mucha generosidad en la carrera: gente muy humilde regalando bolsas de agua, otras regalando dulces, los que aplaudían gratuitamente nuestro paso. En los últimos kilómetros cada porra es un shot de energía. Voy agotado. Camino cerca de tres cuadras y retomo el aliento para enfilarme a la séptima avenida y correr el último trayecto. Ver la meta me anima.
Varios corredores están al lado del camino, tendidos en el piso, siendo atendidos por los bomberos. Me duelen mucho las plantas de los pies, siento que las piernas me pesan tres toneladas cada una, pero sigo. Lo logré, corrí 21k, me repito, mientras estoy a un kilómetro de terminar.
Bajo el puente de la línea férrea del Centro Cívico, mi hermana, que terminó con 1:48 me espera y anima ¡Vamos Julio! Grita y siento como si me hubieran inyectado de energía. Avanzo, avanzo, dejo atrás unos corredores, me rebasa una señora, creo que la meta está cerca, paso frente a la Muni ¿Dónde diablos está la meta? Aún no llego, me sale un ¡Ay! Involuntario, la señora toma distancia de mí, rebaso a dos, un tipo se queda a dos pasos de la meta sobándose las piernas y entro, alzando los brazos como Alí.
Recibo mi medalla, saludo amigos, entre ellos a Dina Fernández, una de mis mentoras en esto de correr. Me siento bien, salvo cuando mi madre me dice que me esperan en el auto a cuatro cuadras de ahí. Cada paso que doy es como arrastrar un elefante. Siento un poco de mareo y necesito cruzarme una calle, así que espero cerca de tres o cuatro minutos para hacerlo, hasta que no venga ningún auto, porque de correr nada.
Finalmente llego. Mi madre, mi hermana y mi hijo me aplauden. Creo que todos creíamos imposible que hiciera tal cosa. Yo, el más ocioso de los ociosos, corrí una media maratón. Una cosa increíble. Maravillosa. Me siento otra vez en el Olimpo, como si tuviera a Zeus al teléfono, como si acabara de vencer a Xibalbá, como si pudiera escalar el Everest sin perder ningún dedo del pie. Yo acabo de matar un monstruo monumental.
Pero no soy mejor persona. Soy el mismo. No sé qué fue de los diecinueve mil que corrieron conmigo. Correr es un acto meditativo y personal. Una victoria silente, que se guarda, con la medalla y el sudor que fui dejando a cada paso.
Posteo todas las fotos que encuentro en las redes sociales. Mis primos me dicen que también van a correr. Hasta Quique Godoy me ha dicho que correrá conmigo en el 2015. Al parecer esto es contagioso. Me alegra mucho.
Llego a casa, me ducho, puedo andar sin mayor problema, tomamos un almuerzo proverbial, pienso en mi próximo oponente a vencer: la Max Tott. Total, esto ya no da marcha atrás. Correr es como escribir una novela. Una épica. Correr me hace pensar que puedo escribir una novela.
Correr me hizo comunicarme con algo que estaba perdido en mí. No me hizo mejor persona, no tengo un aura que brilla, no salgo abrazando a los vecinos o cantando con los gorriones que se posan en mi mano, no beso recién nacidos que me acercan a mi paso.
Soy el mismo; pero estoy feliz de ser quien soy.
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