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En principio, el tema del verbo, ya que en los códigos lo que se valora es la conducta, la acción. Se trata de hacer encajar lo que uno hace en parámetros de valor. Y ahora yo lo digo, pero hay miles de tratadistas que lo elaboran mil veces mejor. Es un aliciente para mí observar, desde lo meramente narrativo, el realce que se hace del verbo y cómo, para la construcción del entorno que percibimos, es tan relevante el movimiento. Claro está que la parte negativa de estar metido entre memoriales todo el día es que se empieza a escribir mal porque, incluso conscientemente, uno se adecúa a ciertos lugares comunes propios del lenguaje legalista, que se convierten en un utensilio como la corbata: todos lo ven mal a uno cuando no se porta corbata en un coctel en una embajada o en medio de un juzgado. Entonces, a hacerse el nudo de la corbata. Y de esa misma forma se escriben frases como «toda vez» y «en virtud de», pero hay millones que se reconocen con facilidad. Pero ahora, quizá por estar escribiendo en la madrugada o porque quiero olvidar —por eso escribo esto— la voz de abogado o del mundo de la política, no me acuerdo. Ahora estoy en pijama, cómodo, como realmente soy. Me da un poco de miedo verme escribiendo ciertas frases que jamás usaría en un texto, pero se vuelve algo como subirse a una barca y, por no pelear, mejor irse en el camino de agua serpenteado o como sea. Pero, en fin, suceden síntesis, fotografías de la vida, cada cierto tiempo. Deberían hacerse al menos a diario. Y he aquí una muestra alejada de los vicios de la encorsetada legalidad y del planeta abrumador donde se desarrollan pugnas milenarias que se intentan resolver imposiblemente, pero el viaje de esa tensión genera sentido, genera condición de vida, respeto, legitimidad, fama, poder. Esta serie de sustantivos nos da una sensación de firmeza, de que no cabalgamos en las nubes, de que raíces hay en todo este embrollo que nos chupa como una tormenta negra. Porque uno se despierta de repente y es parte de conversas que se desarrollan más o menos igual que hace ciento y pico de años. Se negocia el país, por decirlo de manera amigable, en los sillones más cómodos que, me imagino, muchos ya saben dónde están, pero nadie lo dice tan públicamente. Parpadeo y creo que se ha decidido algo, no sabemos qué. Pero, al final, intentar participar en esta toma de decisiones es ilusorio. Se han desatado procesos que creemos que podemos tutelar. Qué si no. En el fondo, me atrevo a decirlo, la vida transcurre dejándonos un aparente control que no es más que el autoengaño más profundo. Cada quien busca ese respeto, esa influencia, ese temporal momento de gloria, de inmortalidad y de alabanza, pero somos impotentes ante la disonante realidad en la cual nadamos extraviados, y a veces, o siempre, solo queda aceptar la devastación, pues insistir en algo ante lo que no se tiene ningún rango de acción genera una descomposición aún peor, una fetidez terrible que inunda los pequeños asuntos, las situaciones más íntimas, que se han categorizado como sacrificables y que terminan, si no se cuidan, en una pecera de animales disecados donde el tipo con la corbata más chingalavista va martirizándose, pero sin ver las llagas que se le forman en las costillas, en los hombros, en las muelas, hasta que un día se queda sin suelo y cae desnudo donde puede simplemente platicar fuera de las dinámicas titiriteras y tuiteras, con cierta música que es en verdad la sangre coagulada que no se anima a salir o que tenía que ser reprimida por el mismo tacuche gris. Hay una incontenible algarabía allí cuando se trasciende la visión heroica del sujeto, que es una pieza más en la obra que los historiadores, otros cuenteros como nosotros, llaman humanidad. Una inexplicable masa compuesta por la desintegración de los conceptos crece y se deshace desde dentro de la panza y logra escuchar y entablar puentes de doble vía con los datos apagados del celular.
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