En el planteamiento de la Ética nicomáquea, de Aristóteles, la discusión central se establece en torno a la obtención de la felicidad, la cual el ser humano alcanza a partir de la construcción de esencialmente dos condiciones: a) la prudencia práctica, que significa que el ser humano modere sus apetitos, y b) la sabiduría, evento en el cual el ser humano puede observar los más elevados objetos del conocimiento. Pero hoy en día la ética contemporánea nos pone en el plano de la discusión entre el deber y la justicia.
En el plano del deber pueden descubrirse tres ámbitos de orientación. El primero, dirigido al comportamiento humano, que tiene como intención positiva el hacer, es decir, el cumplir con las obligaciones que me han sido conferidas. En este comportamiento, la actitud negativa no es el simple no hacer, sino el negarse de forma consiente a cumplir con esas obligaciones. El segundo ámbito se orienta al cuidado, es decir, a las garantías que una persona ofrece a las demás. En el caso de un funcionario público, la garantía de cumplir sus funciones para garantizar el acceso de los demás a sus derechos. Contrario a esto sería el hecho de violentar esas garantías, es decir, el no ser confiable. Finalmente, en el tercer ámbito se encuentra la diligencia debida, la actitud de ser diligente en el cumplimiento de mis quehaceres y en obtener lo confiado a mí mediante la prudencia legal. Quien no es diligente es negligente.
Para que un funcionario público encuentre su felicidad cumpliendo con su deber, él busca el balance entre la prudencia y la sabiduría, así como entre sus comportamientos de hacer, garantizar y ser diligente. Acá surge un problema de aplicación: ¿cómo se orienta el Estado a la consecución de la felicidad de sus habitantes? Quizá la respuesta estriba en el grado en que sus funcionarios públicos hacen cumplir las garantías de forma diligente. Ahora, ¿qué pasa cuando ese funcionario no cumple con esto? Sin duda, esto desembocará en la frustración y el irrespeto de los habitantes de aquel Estado. Traducido a la Constitución Política de la República de Guatemala, el artículo 1 dice que el Estado se organiza para la persona y la familia y que su fin último es el bien común. El artículo 140 regula que el Estado se organiza para garantizar el goce de derechos y libertades. Mientras tanto, el artículo 154 dicta que los funcionarios y empleados públicos están al servicio del Estado.
«De la prudencia relativa a la ciudad, una, por así decirlo, arquitectónica es legislativa, mientras que la otra, que esta en relación con lo particular, tiene el nombre común de prudencia política» (Aristóteles).
En este punto es evidente que las actuales autoridades son funcionarios que carecen de cualquiera de los ámbitos referidos, de modo que se construye un Estado que no tiene balance en la búsqueda de ese bien común o felicidad de sus habitantes. En términos generales, puede decirse que los funcionarios políticos carecen de ética. Por tanto, no es que el ciudadano sea irrespetuoso de sus autoridades o que sea un crítico permanente. No, no es así.
Simplemente el ciudadano está exigiendo que la función pública guarde un comportamiento orientado por la protección efectiva de los derechos, la diligencia debida, la transparencia y la profesionalidad. Se exige que los medios estatales se utilicen para el bien común, y no para sus beneficios personales.
Que el presidente y sus seguidores no lo entiendan así es falta de sabiduría y de prudencia política.
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