Aplaudo la iniciativa e insto a la fundación a continuar generando este tipo de espacios y encuentros de voces e ideas que permiten re-unirnos y conocer una gran cantidad de opiniones que alimenten el intelecto y contribuyan a ampliar perspectivas celebrando la diversidad de ideas. Mientras más plurales y más diversas, mejor.
El hecho de que el evento sea organizado por la fundación que preside una de las cuatro personas económicamente más poderosas en Guatemala envía un mensaje de apertura al diálogo sobre un tema escabroso, malentendido o generalmente evadido por algunos gremios. Al presidente de la fundación, Dionisio Gutiérrez, le guardo respeto, pero no por ser presidente de dicha fundación, no por poseer un doctorado académico y tampoco por encontrarse entre los cuatro hombres económicamente más poderosos de Guatemala. Mi respeto a Dionisio es simple y muy honesto. Le guardo el mismo respeto que le guardo a Tono Navas, quien trabaja como jardinero, o a Matilde Gómez, quien trabajaba ayudando en los quehaceres de la casa de mis padres. El respeto que se merece un ser humano por el hecho de serlo.
Dionisio compartió en el foro algunos datos que para muchos son tan comunes como oír llover. Sin embargo, al contrastarlos con otras realidades en el mundo, los datos se convierten en alarma. Y cuando los números se traducen en historias de seres humanos, esos indicadores se transforman en vergüenza colectiva. Comparto la visión de Dionisio de que los discursos optimistas no son la solución a los problemas estructurales del país y me agradó mucho que lanzara varias reflexiones de autocrítica, soportadas con datos, que difícilmente se escuchan desde los podios de la élite empresarial. Reconocer un problema es el primer paso para solucionarlo y abrirse al diálogo es el segundo. Dionisio agrega que en los últimos 100 años la pobreza se redujo solo un punto porcentual (del 60 al 59 % de la población). En 1916, el 60 % de 1.5 millones de guatemaltecos eran pobres. En 2015, el 59 % de 16 millones eran pobres. Desconozco la forma de medir la pobreza, pero, si es consistente dicha metodología, los datos nos dicen claramente que existe un problema estructural en Guatemala que no hemos sabido abordar.
Aunque en 100 años las instituciones del país han sufrido transformaciones y reconsolidaciones, el impacto en el bienestar de la población en general es casi imperceptible y el motivo es claro. En el país sigue habiendo un grupo exclusivo de ciudadanos de primera clase, un reducido grupo poblacional emergente, y el resto, es decir la mayoría, está sumido en la pobreza, el subdesarrollo y la desesperación. En los últimos ocho años la pobreza ha aumentado del 51 al 58 % de la población. Solo se ha reducido la pobreza en un 1 % en 100 años, y el crecimiento de los índices de desarrollo humano disminuyó en el último lustro. ¿Qué debe llamarnos más la atención sobre esto? Entre otras cosas, que el grupo humano que se mantiene pobre y excluido de la ecuación de desarrollo comparte ciertas características comunes: las personas pobres en Guatemala son, por mucho, indígenas y mujeres del área rural. Con menos de 3.8 años de escolaridad promedio en el área rural y 8.2 en la urbana, las oportunidades de desarrollo están mal distribuidas. Aun duplicando el ingreso promedio, la pobreza seguiría reproduciéndose en cierta población y el desarrollo no se derramaría en la mayoría.
Si analizamos la población ultrarrica en los últimos 100 años (es decir, el 1 % que gana más ingresos en el país), esta ha incrementado su riqueza y su poder de incidencia. Lo más interesante es que es el mismo grupo social, incluso conectado por vínculos familiares. Con algunas excepciones, quienes concentran la riqueza son las mismas familias y pertenecen al mismo grupo social humano: los ultramillonarios en el país no son mujeres ni indígenas. Son, más bien, hombres criollos, descendientes de familias que vinieron al país durante la Conquista y que en el proceso adquirieron, conformaron, establecieron y consolidaron privilegios de diversa índole, que les siguen transfiriendo a sus hijos, a sus nietos y a las generaciones siguientes. El riesgo de invertir en más actividades productivas es relativamente más bajo para ese exclusivo grupo que para quienes deben empeñar hasta su cama para iniciar un micronegocio, y con muchas probabilidades de que pierdan dicha inversión inicial en los primeros cinco años y se quede sin colchón en el intento.
Resulta entonces que hay un pequeño grupo de gente que incrementa su riqueza, su poder y su capacidad de seguir creando más riqueza en el tiempo, mientras que la población pobre aumenta y sigue perdiendo espacios de poder y de oportunidades para salir de su situación de pobreza.
Pero ¡ojo! No debemos ver esto con emociones, sino con la razón. Polarizarnos emocionalmente no es sano para enfrentar esta realidad. Muchos favorecemos y aplaudimos la prosperidad que es resultado del esfuerzo propio a pesar de las barreras estructurales para competir en un Estado donde los privilegios mandan. ¿No se trata de eso todo este asunto de los mercados, la propiedad y la libertad? De hecho, sería injusto condenar la riqueza de alguien generada por el esfuerzo propio. La desigualdad económica bajo un esquema de oportunidades iguales es esperada en un sistema de mercados, y sería absurdo pretender abolirla caprichosamente, como algunas voces asumen que se sugiere.
Regresando al evento, en el panel de siete personas hubo solo una mujer y una persona indígena. Aunque en el país hay una población más grande de mujeres que de hombres y los pueblos indígenas representan casi la mitad poblacional, en foros como el de marras y otros similares las mujeres, los indígenas y quienes viven en áreas rurales no figuran o son minorías. Lo mismo en el Congreso, en las juntas directivas y en mandos altos y medios de empresas, gremiales, sindicatos, instituciones religiosas y otras de poder político. Probablemente no es porque no tengan capacidades, sino porque muchas no pueden acceder incluso a ser nominadas, invitadas o escogidas para participar. Las barreras en el país son grandes y estructurales para esos grupos. A pesar de que todas y todos son seres humanos, el haber nacido dentro de un grupo social determinado en el país se convierte en una barrera o en un privilegio accidental. Cuando existen barreras sociales, económicas y políticas que mantienen a unos en ventaja (ergo, al resto en desventaja), la igualdad de derechos tiende a consolidar esa división. Cierro esta reflexión con una gran satisfacción al ver que el tema de la desigualdad en Guatemala está dejando de ser tabú, como lo era hace cinco años, sobre todo en cierto gremio, y que hoy se unen más voces al debate por encontrar puntos que nos permitan abordarlo convenientemente y a fondo. El problema fundamental del país es la concentración estructural de recursos en pocas manos. Y es allí donde debemos abordarlo.
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