[frasepzp1]
Uno realmente anda con ropa todo el día y toda la noche. Poca gente nos conoce así, sin nada de nada. Uno se inhibe, dice William James. Se pone una corbata, un pantalón de seda, maquillaje, y así se va construyendo la persona, el tipo, el apellido: una narración formidable que desencadena suficientes adjetivos pomposos. Nos volvemos un objeto de diseñador. ¿De Dios? ¿De quién? ¿De los padres? ¿Del linaje? ¿De la tradición? Yo no quiero hacer muchas cosas que igual hago, au...
[frasepzp1]
Uno realmente anda con ropa todo el día y toda la noche. Poca gente nos conoce así, sin nada de nada. Uno se inhibe, dice William James. Se pone una corbata, un pantalón de seda, maquillaje, y así se va construyendo la persona, el tipo, el apellido: una narración formidable que desencadena suficientes adjetivos pomposos. Nos volvemos un objeto de diseñador. ¿De Dios? ¿De quién? ¿De los padres? ¿Del linaje? ¿De la tradición? Yo no quiero hacer muchas cosas que igual hago, aunque asumo que es parte de la existencia, el lado amargo que dejará de serlo mientras más profundice en su contenido. El problema no es negar esa visión oscura, sino quedarse estancado allí. Porque la vertiginosidad por la que hemos optado para los asuntos a los que les dedicamos más tiempo no permite la reflexión, no deja que uno se asiente más allá de los asideros que la misma locura emana. Hay una guerra, hay mil guerras, pero hay una que no cesa: esa pugna entre uno mismo, entre las vísceras y la fe, entre hacer o pensar. Estar desnudo es una opción que viví un cierto y breve tiempo cuando iba encaminado, siento yo, pero se me cruzó el chip del diseñador, de esa mente inconmensurable traducida a miles de ideas sembradas, inconscientes, valores, lealtades, sueños, miedos que me direccionaron hacia donde ahora estoy, que no está mal, solo que es una locura profana, imparable, que no tiene final ni rumbo, un resbaladero de púas, de carroña pura y dura, de convivir con la carne fresca del animal recién descuartizado. Allí ando, a tinieblas, con el saco de vestir, pero en el fondo podrido por los anhelos, por la laceración ininterrumpida de la existencia. Ayer me pasó algo curioso. Bebí sin querer un poco de jabón que había en un frasco de un jugo. Inmediatamente me forcé a vomitar y corrí a leer en Internet qué hacer en esos casos, y resulta que vomitar es la peor de las medicinas. Dolían la garganta y la panza. No sabía en realidad qué era el líquido en mi estómago y por un momento me tranquilicé pensando que estaba intoxicado. Recosté la cabeza en el sillón pensando en la muerte, en que sería un fallecimiento poco heroico, pero al fin la muerte es una y definitiva, y a uno, de muerto, qué le importan ya las circunstancias. Empecé a recitar un mantra de una purificación que puede servir a la hora de la muerte. Me mareé. No sabía si el temblor en la cabeza era algo cierto o inventado por mis ideas. Tomé un poco de agua, me volví a sentar y de alguna manera acaricié la idea de la muerte. Y no fue para nada algo trágico ni desesperante. Más bien la acepté por un rato, incluso pensando en beberme el resto del frasco de jabón para asegurar el desenlace. Pero no lo hice y estoy acá escribiendo. Fue liberador por un momento pensar en no tener tantas obligaciones, tanta situación externa que contamina permanentemente mis ideas, tan poca disposición mía a la renuncia de circunstancias dañinas, a ese poder efusivo de la toma de decisiones, al brinco alejándome de la seguridad, del confort de las cosas dadas, de la fragancia de la felicitación. ¿Cómo asesinar a estas hienas? ¿Cómo perderme a naufragar en la desidia del infinito? ¿Cómo romper el bloque samsárico nauseabundo y criminal? Estoy desnudo. Sigo desnudo. Desnudo, sigo sentado en la mesa del comedor.
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