El movimiento de rebelión que comenzó en abril de 2018 desplegó su fuerza en seis meses, dio origen a dos organizaciones —la Alianza Cívica (AC) y la Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB)— y tardó dos largos años en convertirse en la Coalición Nacional que le disputará el poder a Ortega y que fue lanzada el 25 de febrero para rememorar la derrota electoral que la Unión Nacional Opositora (UNO) obtuvo sobre el FSLN en 1990.
La AC y la UNAB son grupos con decenas de defectos. La queja más pronunciada al respecto es que los estudiantes que participan en esas organizaciones han sido cooptados por el gran capital. Si así fuera, no sería culpa del gran capital, sino un efecto de su —si quieren, única— virtud en este momento: tener una —y solo una— organización representativa de sus intereses. Es una virtud de la que no supieron valerse contra el régimen en los momentos decisivos, pero que usaron para ponerse a la cabeza de las negociaciones y ahora emplean para asegurarse un lugar en la foto de la historia y en la dirección de la política en la era posortegana.
Los universitarios no eran en sí mismos un movimiento. No agotaban la membresía, las actividades, la cobertura y las propuestas del movimiento. Sin embargo, nada despreciable es el hecho de que llegaran a encabezarlo y a desplegar un coraje que encendió la mecha, haciendo más que sabiendo y creciendo con el acicate de la represión, porque así ocurre con los movimientos sociales. Las tomas de las universidades fueron el corazón del movimiento y el nudo gordiano que la dictadura se empeñó en cortar para recuperar el país. La fuerza universitaria provino de una combinación de factores que podrían repetirse. Pero la lucha política no está llena de momentos de grandes estallidos.
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En la llana y simplona vida diaria, los universitarios tienen que decidir qué hacer para retener su rol como fuerza política específica con una agenda netamente universitaria que de otra forma sería preterida por grupos indiferentes a las problemáticas específicas de las universidades. Un punto urgente de esa agenda debería ser la reintegración de los estudiantes expulsados de las universidades públicas. Nadie mejor que los estudiantes para defender a los estudiantes. Un punto estratégico es la recuperación de la autonomía universitaria: ¿cómo reconstruir y cómo proteger un estatus que fue concedido por una dictadura de derecha y luego conculcado por una tiranía de izquierda?
Llegar a un punto de agenda propia y consensuada toma tiempo y discusiones. En cambio, predomina la alucinación por el éxito instantáneo, un enamoramiento de la magia de la efervescencia agitadora, de la pared que se mancha, del rótulo que se quema de súbito, del abracadabra que llena una calle en segundos, del tuit que invita a una poda de chayopalos y logra convocar. La paciencia es una moneda depreciada y despreciada. En los días que corren parece de buen tono despreciar al FSLN y todo lo que huela a sandinismo. Olvidamos que nació como una organización impulsada por jóvenes universitarios enfrascados en procesos de profunda formación y haciendo trabajo de hormigas. Si su historia discurre ahora por un camino siniestro, no es culpa de esos comienzos. Su formación les permitió desarrollar un razonamiento político estratégico que los llevó al poder en dos ocasiones. La oposición en general y los jóvenes universitarios han demostrado tener una intelección y planificación política esencialmente táctica: el piquete de hoy, la marcha de mañana… y no mucho más.
El trabajo de hormiga, la formación y el pensamiento estratégico son retos para que las organizaciones universitarias se inserten en la Coalición Nacional con agenda propia. Solo los estudiantes nos pueden mostrar si eso es posible, pasando por encima de los muchos sectarismos y aprovechando la buena fama —ya huidiza— que cosecharon como vanguardia del movimiento de abril.
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