El primer obstáculo para la evaluación del riesgo en comunidades que viven en la pobreza, es la idea fantasiosa de que la resiliencia se puede construir actitudinalmente y sin una base material apropiada. En otras palabras, la resiliencia junto con el género es una solución aspiracional y un medio para acceder a recursos, pero poco o nada tiene que ver con problematizar la realidad y con plantear soluciones que pueden incomodar al poder económico y político.
Así como en los próximos años estaremos escuchando del riesgo sistémico que, no es otra cosa que el riesgo para las grandes corporaciones multinacionales; de la misma forma hemos estado bajo la influencia de la resiliencia social ante desastres que, como también he expuesto antes, no tiene base conceptual porque los desarrollos teóricos de la psicología y la ecología no son homologables a los sistemas sociales y nadie hasta el momento ha construido un marco interpretativo coherente para la resiliencia.
El segundo problema que percibo en los esfuerzos futuros para la evaluación del riesgo y para la gestión prospectiva o correctiva, es la incapacidad de las instituciones para traspasar las puertas de las casas y dimensionar el riesgo diferenciado para niñas, niños, adolescentes, indígenas, personas que viven con discapacidad, adultos y adultas mayores, población LGTBIQ+ o mujeres con sus particulares circunstancias.
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Lo anterior plantea escenarios sumamente complejos porque la gestión de riesgos como discurso hegemonizado, tiende a la individualización del riesgo cuando conviene diluir las interacciones sociales transgresoras, pero cuando se trata de evaluar ejes de diferencia y sus consecuencias, es aplastante otro fenómeno que he descrito antes y que llamé compartimentalización del riesgo. Esto no es más que la división de competencias en el sector público, mediante la cual cada institución tiene una mirada acotada del riesgo: salud, búsqueda y rescate, coordinación de operaciones, seguridad alimentaria, albergue, planeación en el uso del suelo, protección ambiental y las instituciones que deben velar por los derechos civiles, tienen poca o nula incidencia en la evaluación del riesgo que suele estar orientada a las amenazas que interesan al poder y a las medidas para que el Estado conserve su gubernamentalidad y control sobre el territorio y la población.
¿Por qué ocurre lo anterior? Pienso que una razón de fondo radica en el perfil de las personas a cargo de la evaluación del riesgo que, suelen ser hombres mestizos con formación en disciplinas como la geología, la informática, la medicina, la respuesta ante desastres o la gestión de riesgos como extensión de la administración pública. Esas personas suelen hacer un trabajo extraordinario especialmente en países como Guatemala, pero es un trabajo incompleto porque en general, suelen carecer de herramientas de análisis social, pensamiento crítico con mirada política y los recursos para caracterizar el riesgo para segmentos de la población invisibilizados y que mencioné antes.
Un análisis de la vulnerabilidad que abarque esas particularidades, con una mirada interseccional es lo que he dado en llamar vulnerabilidad situada. Y no nos confundamos, para el caso de Guatemala, la SE CONRED no tiene los recursos y el mandato para evaluar el riesgo en esa dimensión, precisamente porque los problemas a los que estoy haciendo referencia requieren pactos políticos, miradas estratégicas y un esfuerzo de nación para abatir la pobreza extrema y la pobreza. Sin ese trabajo en la base material de la vulnerabilidad, el riesgo no pasará de ser una estimación de las tragedias que habrán de ocurrir, pero que nadie puede evitar.
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