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La bandera nacional luce frente a un mural en la oficina del Ministerio del Trabajo. Agosto 2017. Simone Dalmasso

Dos siglos, ¿de qué y para qué?

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Dos siglos, ¿de qué y para qué?

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Sin duda hay quien quiere celebrar los 200 años de la Independencia. Lo quiere el poder criollo, es decir las élites que fundaron, mandan y siguen beneficiándose del Estado. Lo celebrará su Gobierno y su administración pública, ya sea por voluntad o por obligación. Tienen razón, pues doscientos años de existencia continuada de un orden político que da poder sobre el resto de la gente no es poca cosa. Y en torno al 15 de septiembre (si no lo impide la pandemia) otros menos conscientes también celebrarán: como metáfora de nuestra historia, los marchistas con sus antorchas correrán en todas direcciones, sin punto de partida ni de llegada común.

Vamos tarde si el asunto es para celebrar. Ocho meses no alcanzan para planificar una celebración nacional, excepto en la tierra del «así que se vaya». Menos aún en medio de una pandemia. Así que dejemos al poder, con sus llamas perpetuas y con sus invitados especiales, planificando lo que hará de espaldas al pueblo. Y roguemos que no sean muchos los marchistas atropellados.

Festejar el bicentenario me parece fuera de lugar, más bien contraproducente, porque voltea la vista atrás y porque no hay algo digno de celebrar. Pero sí podemos conmemorar el bicentenario: es una ocasión para preguntarnos qué ha logrado el Estado independiente y por qué ha servido a tan pocos. Es una oportunidad para identificar qué hacer. Y para empezar a hacerlo. 

Guatemala como gente y como Estado 

Tratar sobre el bicentenario exige aclarar, porque «Guatemala» significa al menos dos cosas. Puede ser la gente que ocupa este territorio (o se siente atado a él aunque no viva aquí) y sus culturas: indígena, española, mestiza o más de una de ellas a la vez. O puede ser un Estado-nación. Un orden de poder delimitado, con instituciones, símbolos y otros recursos que lo validan y le dan la capacidad para forzar que se le reconozca y obedezca. 

Ese Estado-nación nació llamándose liberal pero se concretó conservador, en manos de eclesiásticos y de una élite criolla. Lo subraya su acta de independencia, tantas veces citada, realizada «para prevenir las consecuencias que serian [sic] temibles en el caso de que [la independencia] la proclamase de hecho el mismo pueblo». Estaban más interesados en capturar las rentas que hasta entonces se llevaba la Corona, que en innovar modelos económicos y políticos. 

Medio siglo más tarde la Reforma Liberal demostró cómo se renovaría: la élite quetzalteca entendió que para apropiarse del Estado era mejor casar a las hijas con la oligarquía, confirmarse rentista y sacrificar ideología política y productividad nacional a cambio de riqueza familiar. Y la Revolución de Octubre definió los límites infranqueables: el Estado guatemalteco se conservaría criollo y conservador aunque fuera a sangre y fuego. Sobre todo si la sangre era de otro y el fuego propio, cosa para la que sirve que a partir de 1871 el Ejército pasara a ser el socio principal de la élite económica en lugar de la Iglesia. 

Guatemala como gente existía mucho antes de 1821. Los proyectos nacionales decimonónicos aspiraban a hacer de un Estado una sola nación, y de una sola nación una sola gente. Pero este particular Estado fue particularmente incapaz de constituir una sola nación, menos aún unificar el imaginario de toda la gente que ocupaba su territorio. Quizá fue por su insistencia en maltratar a las personas.

Así que por un lado está Guatemala, el Estado, la criatura criolla, urbana, homogénea y excluyente, que marcará su bicentenario en 2021. Y en contraste persiste Guatemala, la sociedad, que ya existía cuando se fundó ese Estado, que en 1821 apenas sufrió un cambio de logreros, ahora más cercanos y hasta acá inescapables. 

Es aquí que sirve la conmemoración: el bicentenario es buen momento para reconocer que necesitamos un Estado que se parezca a la sociedad y que la represente, no uno que la niegue o, peor aún, que la persiga. Más indígena y más mestizo, más rural y más emprendedor. Multilingüe, solidario, inclusivo y equitativo. Que, aún poco educado, sea valiente ante la necesidad del cambio, dispuesto incluso al reto inmenso de la migración. Los mejores momentos de América Latina han sido los del mestizaje, los de la imaginación, como el que representa el complejo arte de los muralistas mexicanos o el retador graffiti de la Comuna 13 en Medellín. Empecemos por reconocernos indígenas, mestizos, diversos y complejos. Esto sí es de celebrar. 

Reconocer y celebrar son partes de una secuencia. Aquí el orden sí afecta el resultado. Primero reconozcamos y aceptemos quiénes somos. Entonces encontraremos razones legítimas para celebrar. Podremos enfrentar lo que haga falta cambiar y celebrar que nos atrevemos a cambiarlo, en vez de festejar nuestra obcecada resistencia al cambio y al progreso. Por contraste, celebrar antes de reconocer abre la puerta a una inversión peligrosa de la lógica, pues terminamos justificando lo que hacemos nomás porque lo celebramos, no porque sea necesario y menos aún porque sea bueno. 

Mestizos, todos 

El más importante reconocimiento es admitir que somos mestizos. No algunos, ni siquiera la mayoría. Todas y todos, absolutamente hasta el último, somos mestizos. Es una obviedad biológica, pero cabe insistir: empezamos la vida como mestizos de nuestra madre y de nuestro padre. Los hogares en que nos criamos son lugares de mestizaje entre familias, culturas y tradiciones. Y así para arriba y para afuera, hasta los límites de la sociedad y de la historia, todo es mestizaje. Los conquistadores que arrancaron estas tierras a quienes ya vivían aquí eran mestizos de vascos y gallegos, manchegos y moros, cristianos y judíos. La gente que encontraron aquí y a quienes atropellaron también era mestiza. Mestiza de al menos tres sucesivas y antiguas migraciones desde Asia, pero también mestiza de los diversos pueblos que aquí se fueron definiendo. ¿Acaso creemos que cuando Moctezuma comía pescado fresco lo único que viajaba cientos de kilómetros desde el mar era el pescado? 

Y tras el encuentro terrible, tanto los hijos de conquistadores como de conquistados siguieron haciendo lo que hacemos los humanos, lo que hacen todas las especies: mestizarse. El Adelantado abusó de la hija del cacique, y ella parió una hija mestiza, aunque nadie lo quisiera admitir. El encomendero mezcló brutalmente a los pueblos que su rey le dio aunque no fueran suyos para regalar. Y por tener que bajar desde el altiplano a la costa a cultivar el azúcar los hijos de esos mismos pueblos terminaron mestizados también. 

Y cuando el que se llamaba criollo mandaba a buscar una traida de la Madre Patria para mantener su falsa pureza, lo único que lograba era que sus hijos fueran una nueva generación de mestizos ibero-americanos. Mestizos que cuando al fin consiguieron su independencia de la corona, igual siguieron mestizándose. Pasaron los siglos y por prestigio y racismo lo procuraron ya no con peninsulares, sino con ingleses, belgas, alemanes y estadounidenses, por nombrar apenas algunos. Pero tan mestizos unos como otros y más aún su descendencia. Y porque el amor surge en los lugares menos esperados y más contradictorios, también con indígenas. Siempre mestizos.

Indígenas, la mayoría 

El segundo reconocimiento es más difícil, más profundo: en estas tierras mesoamericanas y particularmente en este invento que hoy llamamos Guatemala, la mayoría de la gente —siempre mestiza, insistamos— es gente indígena. Habla idiomas con raíces precolombinas, cree en dioses que nunca vieron el Levante. Y siembra, cosecha y come maíz y frijol antes que trigo y cebollas. 

La historia deviene específica en cada lugar: es casi de perogrullo. En mucho del continente americano los europeos a sabiendas y también por casualidad (que eso fueron las plagas) prácticamente aniquilaron a quienes encontraron a su paso. Aquí en el istmo tuvo un matiz distinto. Aún tras cinco siglos, en Guatemala seguimos siendo minoría quienes vemos en Grecia la cuna política, en Escocia la cuna económica y en Francia la cuna del saber. Aquí prevaleció la gente indígena. Lo demás es cerrar los ojos: engaño, racismo y explotación, pero no realidad demográfica ni cultural. 

Entendamos, reconozcamos, repitamos: Guatemala es indígena. Mientras no nos reconozcamos no nos podremos desarrollar. Peor aún, vivir en negación nos lleva a criar gente que se odia a sí misma, alienada y autodestructiva. Los menos, que no son indígenas, se odian a sí mismos porque no pueden admitir la injustificable malicia de su origen. Los más, los indígenas, aprenden a odiarse a sí mismos porque es la única forma de sobrevivir cuando el poder condena lo que uno es. Eso sí, infelices todos. Porque negarnos a reconocer quiénes somos mata nuestra alegría. Esa que debiera ser fuente de la creatividad. 

Pobres, demasiados 

Pero no basta reconocer lo que somos. También es indispensable reconocer lo que hacemos. Quizá ese sea el mayor reto, porque mucho de lo que hacemos en Guatemala no es bueno. 

La lista de lo malo es larga: desnutrición, violencia a gran escala, contaminación, desigualdad y maltrato cotidiano. Resumiendo en una palabra: pobreza. Pobreza de dinero, pobreza de alimentos, pobreza de calidad de vida, pobreza de oportunidad, pobreza de satisfacción, pobreza de esperanza. Y quienes estamos bien tampoco lo estamos, porque la pobreza de la mayoría nos condena moralmente. No buscamos ampliar el bienestar de todos a través de la productividad de todos, sino ampliar el bienestar de los pocos arrancando la productividad a los muchos, que es el origen y sostén de nuestra desigualdad y de nuestra inequidad. Algunos vivimos bien a costa del mal para otro.

Pero no desesperemos. Al reconocer que la pobreza es fruto de la acción y de la voluntad podemos terminar con ella. Pero exige querer distinto como individuos y actuar distinto en nuestra vida personal, en las relaciones con los demás y, por supuesto, en las instituciones. 

Cuando reunamos la valentía para reconocer quiénes somos y qué hacemos podremos tener una celebración auténtica y profunda. Podremos celebrar la asunción de nuestra responsabilidad en la historia, tanto la que nos trajo hasta aquí como la que tendremos que construir en adelante. Celebrar la abnegación, porque lo que toca no es negar lo que somos, sino renunciar a lo malo que incluye nuestra identidad, a la mentirosa pureza del racismo, a la economía de la explotación y al orgullo por la chambonería. Celebremos lo que nos es común a todos: todos mestizos -hasta los indígenas y particularmente las élites en su ficticia blancura- todos en unas tierras donde los indígenas estuvieron primero y todos empeñados en cambiar para hacer el bien, en buscar el bien común y también el buen vivir.

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