Una gota resbaló por su frente, luego otra, una más. Al abrir los ojos, el espacio cálido desaparecería de sopetón. No era Jaime quien le acompañaba sino un bulto. Las cosquillas no provenían de delicadas plumas sino de punzantes mechones de grama. El olor a jazmín fue transformándose en el vaho que desprende el basurero de la zona 3 al evaporarse de madrugada.
En medio de un campo rodeado de gente, cubierta por una carpa plástica que apenas se sostenía, Jenny se sabía sola. Uno de los...
Una gota resbaló por su frente, luego otra, una más. Al abrir los ojos, el espacio cálido desaparecería de sopetón. No era Jaime quien le acompañaba sino un bulto. Las cosquillas no provenían de delicadas plumas sino de punzantes mechones de grama. El olor a jazmín fue transformándose en el vaho que desprende el basurero de la zona 3 al evaporarse de madrugada.
En medio de un campo rodeado de gente, cubierta por una carpa plástica que apenas se sostenía, Jenny se sabía sola. Uno de los varios agujeros por los que se colaba la pálida luz matutina le dejó ver la torre de alta tensión y atrás de ella a una acechante columna de aves de rapiña.
Jenny es miembro de una de las más de 200 familias que “invadieron” el pasado sábado un terreno perteneciente a la Empresa Eléctrica de Guatemala y a quienes “los líderes” han solicitado permanecer en el sitio. El relevo, su hermano más pequeño, está próximo a llegar. Ella recoge los cartones que le sirvieron de cama, los pone de pie para que se sequen, sacude su ropa y reacomoda los plásticos negros que hacen de techo y paredes. En su cara cruzan oleadas de desazón que se mezclan con el hambre. Mientras tanto las bocinas desesperadas de los miles de asalariados que cruzan el periférico a esa hora opacan cualquier otro sonido, incluso el de su propio corazón.
Un vecino se le acerca apurándola a reunirse con el resto para solucionar la situación. Deben entregar a los “líderes” veinte quetzales para que uno de ellos pueda ir con el “abogado”. Jenny no los tiene, debe esperar a que alguno de su familia regrese. No debe alejarse de la parcela, si no lo pierde todo. La angustia la invade nuevamente, se aleja del grupo volviendo la mirada una y otra vez esperando encontrar una figura familiar. Tropieza entre los lazos plásticos que delimitan un pedazo de tierra del otro. Se sienta rendida sobre un montoncito de piedras, su mirada se pierde en el horizonte de casas que escurren del barranco que tiene frente a sí. Recuerda que todas ellas fueron creadas igual. Una leve sonrisa se posa en su rostro, regresa a Jaime. Quien quita y allí, en esta diminuta parcelita ocupada días atrás, él y ella puedan erigir su morada.
Más de 430 mil personas viven en asentamientos en la Ciudad de Guatemala. De los 245 asentamientos que registra la Municipalidad, 244 tienen agua y solo 186 drenajes. La mayor parte de las construcciones acogen a familias de entre seis y diez personas, sus casas han sido construidas mayormente con láminas, madera y cartón. Los ingresos de estas familias suelen provenir del comercio informal lo que les lleva a percibir, la mayoría de meses, mucho menos del salario mínimo establecido por la ley. En palabras de Jenny, la mayoría de los ocupas alquila pequeñas viviendas en asentamientos aledaños. El alquiler por esos cuartos oscila entre 300 y 700 quetzales mensuales, mucho más de lo que se puede permitir una familia que vive en estas condiciones.
Jenny sabe como el resto, que en tres ocasiones anteriores las fuerzas antimotines han desalojado a los ocupas de este mismo lugar, sin embargo la necesidad es más fuerte, casi se parece a la esperanza.
Más de este autor