Dentro de las narrativas ideológicas que “nuestras” élites se han creado, destaca la fijación de imaginarse viviendo en un mundo en el que se evaporan los desastres sociales que sus acciones provocan en la sociedad que los alberga. Del mismo modo en que se solaza en enclaves como el Paseo Cayalá o en su tiempo el bulevar 30 de junio (Avenida Reforma), la oligarquía manufactura paisajes intelectuales que les hacen vivir la ilusión de que se encuentran en la vanguardia de una construcción nebulosa a la que llaman con admiración aldeana “Occidente”.
Para comprender esta tendencia ideológica puede ser útil recordar que para Michel Foucault todo sistema discursivo supone una voluntad de verdad que, a través de un juego de exclusiones, expresa una forma de poder. Pero cabe preguntarse qué pasa cuando dicha voluntad de poder o de verdad se enfrenta a exclusiones cada vez más evidentes; el resultado, en alguna medida, supone la necesidad de acudir a los espejismos conceptuales más burdos. Precisamente, Ciudad Cayalá y su paseo expresan la necesidad de no verse reflejado en la sociedad fracturada en que se vive. De la misma manera, las fantasías teóricas de los grupos dominantes reflejan sus anhelos de alejarse de esa estela de violencias, de esa historia llena de fosos, de masacres, de heridas sin archivos.
En estos decorados ideológicos tan frágiles —instalados en ambientes académicos dogmáticos o en escenarios editoriales siempre ladeados a la derecha— la oligarquía despliega sus fantasías de legitimación. Sin percatarse de que se han estacionado en un auténtico reino jurásico moral, estas élites experimentan la ilusión de que se desplazan por los dominios del pensamiento progresivo cuando en realidad se deslizan en una galería de conceptos gaseosos. Tales construcciones semejan parques temáticos conceptuales en los que el Otro se adecúa al sistema, a lo sumo como objeto de consumo.
Uno de estos parques temáticos se dedica al concepto de Estado de derecho; en este entramado se destaca, con sobria austeridad, una imponente figura que se llama “el gobierno de las leyes”. Destaca la representación de La Justicia: tiene los ojos cubiertos de manera tal que no puede ver la fractura grotesca de un quimérico derecho absoluto a la propiedad que protege bienes cuya adquisición fue producto del latrocinio más descarado. En este escenario, la seguridad jurídica pasa de un valor instrumental a constituirse en el valor supremo del Derecho. La desigualdad se desvanece frente a la igualdad ante esa ley. Esa augusta igualdad que, como lo recordaba Anatole France, castiga al pobre y al rico por mendigar, por dormir bajo los puentes o por robar pan.
Esta puesta en escena de la ley se ubica en una Ciudad Cayalá imaginaria que se llama la “cultura occidental”. Dicho conjunto destaca contra un horizonte luminoso que, basado tal vez en el Maquiavelo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, sugiere que las sociedades que respetan la libertad son las favorecidas por el progreso. Se omiten, desde luego, los trazos en que el autor florentino observa que una sociedad que nace en el servilismo o que está sujeta al capricho de las grandes fortunas nunca alcanza la libertad. Para la mala fortuna de estas élites, tales teatros conceptuales no pueden ocultar el hedor que emana de la injusticia social circundante.
Lamentablemente, ni los gestos de aislamiento ni las simulaciones temáticas pueden convertirse en argumentos políticos para una sociedad que se resquebraja cada vez más frente a sus desigualdades tectónicas. Los modelos teóricos de diseño no pueden acallar esa verdad que, para decirlo con Foucault, puede enunciarse en la “exterioridad salvaje” que rodea las ilusiones oligárquicas de legitimación. Hay una conciencia de la crisis, un sufrimiento, un sentimiento de la indignidad que constituye un argumento político contundente; una conciencia de la indignidad que se perfila crecientemente como factor de cambio. Y ese impulso de transformación no se puede encarrilar en decorados acartonados que están destinados a desmoronarse cuando el viento sople de verdad.
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