Unos denuncian intromisión de países extranjeros en asuntos soberanos. Otros perciben redes internacionales conspirativas con propósitos inconfesables (como las actuaciones del sospechosamente judío, el filántropo George Soros). También hay los que claman que las Fiscalías y las cortes se exceden en sus funciones y los que demandan una aplicación menos selectiva de la justicia, que permita cierta tolerancia e impunidad ante formas normales de hacer política y negocios.
Al sur del río Grande y hasta la Tierra del Fuego, las acusaciones y las denuncias sobre redes de corrupción salpican a dirigentes políticos de izquierda y de derecha, a empresarios con fortunas recientes e inversionistas de larga estirpe y pedigrí, pasando por jueces y fiscales e involucrando a fuerzas de seguridad y a grupos de crimen organizado.
Abra un periódico latinoamericano (o, mejor aún, léalo cómodamente por Internet desde su teléfono) y descubrirá grandes investigaciones judiciales o denuncias mediáticas sobre casos de corrupción en México, Colombia, Venezuela, Brasil, Perú, Argentina y Chile. Y los países menos extensos en territorio tampoco se quedan atrás: Paraguay, Ecuador, Panamá, Costa Rica, República Dominicana, Honduras, El Salvador y nuestra querida Guatemala.
Odebrecht es quizá el caso más emblemático por su capacidad corruptora internacional y su penetración en círculos de poder de gobiernos con signos ideológicos muy diversos. El gigante de la construcción brasileño enlodó la política y la gestión pública con sobornos para realizar grandes proyectos en regiones y países que van desde África hasta todo el continente americano. Pero Odebrecht operó en un ambiente donde la corrupción abarca negocios tan diversos como el petróleo y el acero, el cemento y las navieras, el sector financiero y el comercio de importación y exportación, las compras de medicinas y los contratos de defensa y armamento.
El rey Midas de la corrupción ha convertido en dinero mal habido todo proyecto público o industria en donde se le permite ingresar. Y luego viene el penoso trabajo de volver legales las fortunas ilegales, para lo cual existen muchas firmas de contabilidad, ejércitos de abogados y bancos en paraísos fiscales que le dan paz y santidad a lo que tiene un origen espurio y profano. La vergüenza siempre desaparece y el dinero queda. Para muchos, solo el primer millón es sospechoso, pues pronto don dinero se encarga de darles a los siguientes el espacio y la dignidad propios de un gentil caballero o de una honorable dama.
Por tres décadas, desde el retorno de la democracia en la mayor parte de América Latina, la ciudadanía y los medios independientes nos acostumbramos a escuchar sobre la mezcla entre negocios y política, entre asuntos públicos y privados, y sobre diversas formas de enriquecimiento ilícito. Y aceptamos que el mundo era así y que no podíamos hacer nada contra ello.
Pero finalmente el continente ha despertado de su largo letargo y de su vergonzosa complacencia con el abuso de poder y las fortunas mal habidas. Algunas Fiscalías han comprendido su enorme responsabilidad pública y se han dado cuenta de que tanta tolerancia frente a la corrupción está destruyendo la credibilidad en las instituciones democráticas y la confianza en el Estado de derecho.
El fantasma de la lucha contra la corrupción promete seguir asustando a los poderosos del continente durante los próximos años. Los ciudadanos y los medios independientes deben insistir en que las Fiscalías y los jueces limpien el sistema político y los negocios privados de aquellas redes y de aquellos individuos que constantemente buscan conseguir dinero mal habido. No necesitamos vivir en una pulcra tacita de plata ni en un austero convento, pero la actual pocilga es el extremo más burdo de un sistema que alguna vez prometió darnos democracia y dignidad a todos los ciudadanos y a todas las ciudadanas.
Ningún país de América Latina está solo en su lucha contra la corrupción. Es una lucha trascendente y continental. Pero es importante que forjemos espacios de coordinación y solidaridad entre las diversas expresiones de organización ciudadana usando las redes sociales y los medios independientes. Debemos establecer los lazos comunicantes que articulen esa voz común a favor de la justicia y contra la impunidad y la corrupción.
Todos esos signos son marcadores de un cambio de época. Somos los protagonistas de un nuevo amanecer para la democracia latinoamericana de cara al siglo XXI. Debemos levantar nuestra voz y nuestras banderas con legítimo orgullo, optimismo y esperanza. Como dice la canción de Calle 13: «Vamos caminando. / Aquí se respira lucha».
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