Habría que comenzar diciendo que para llegar al Centro de Detención Preventiva de la zona 18 se necesita pasar sobre un rastro de sangre. Utilizar esa frase como una metáfora de múltiples significados. Escoger dos: la que retrata los pasos del criminal para llegar ahí y la que explica que para poder alcanzar el Preventivo hay que atravesar el sector con mayor número de asesinatos en la ciudad.
Dicho esto, por fortuna, diré que me tocó la segunda opción, y que fui y volví a salvo como las muchas veces que he estado allí. Aunque salvo en este caso lo use en su acepción más extensa, mucho más elástica, como cuando uno tiene la osadía de declarar que vive en la ciudad de Guatemala. Esa ciudad cuya zona más habitada se erige bajo la sombra de los edificios altos donde la prosperidad habita. La zona dieciocho jamás será lo que el INGUAT dice que es Guatemala.
Vaya imagen: es la más habitada, con ello también habría que decir hacinada, y ahí es donde también está la cárcel y el manicomio compartiendo espacio en uno de sus barrancos. Es que así es la cosa: esta ciudad se reparte entre la violencia y la locura.
Para llegar a ese centro neurálgico de mi metáfora, uno circula por un boulevard que lleva hasta su boca: iniciando desde la entrada a la Atlántida con la multiplicidad de negocios de electrodomésticos y ropa al detalle, hasta dejarse caer por un camino desolado, porque la miseria es siempre un descenso y los barrancos son el lugar donde ocultamos el horror que producimos. La mierda es para ellos, que se desangren en ríos.
De una colonia llena de casas de dos niveles y techo de concreto, me encuentro en un trecho diez metros con una zona de guerra. Al lado derecho, el precipicio, en cuyo fondo los centros de detención preventiva para hombres y mujeres sobresalen como bloques de alambre y concreto. Al lado izquierdo, el hospital mental al fondo de una vereda rodeada de árboles marchitos, terminando de volverse cenizas con el sol de un jueves canicular.
La escena se completa con el camino de asfalto desgranándose bajo las ruedas del auto y los rastros de las tiendas abandonadas a la orilla del precipicio, cuyos cimientos enterrados atestiguan la violencia de su partida. Un tanque de fabricación local, un Cusuco, apostado al lado de una trinchera entre los escombros de las tiendas. Puestos de control policial improvisados sobre la vía y una metralleta antiaérea con el interior del cañón rojo, devorado por el óxido.
Frente a él, Santa Teresa, la cárcel de mujeres. Un diminuto puesto de control donde me reciben, con la solemnidad del ingreso, la revisión minuciosa del cuerpo, porque el mal está oculto en él. Salvado este detalle, espera el último gran descenso, con los policías del sistema penitenciario dándome la espalda entretenidos en la repartición de sus turnos.
Aquí voy a pie, bajo mi cuenta y riesgo, descubriendo las colonias aledañas como de casas cayendo al vacío en filas de ruinas de block y lámina. Alambre por todos lados, en forma de malla que también se oxida. Un camino de adoquín deforme, como un derrame.
Las gradas conducen a un pasillo anchísimo circulado por la reja y colindante con el sector once del preventivo de hombres. Una sola puerta me separa del sitio donde están los hombres que comen hombres, de los que juegan fútbol con cráneos, de los que empalan. El silencio mientras uno desciende y la soledad es todo una escenografía del miedo, hasta que las voces de los presos lo interrumpen. Juegan fútbol en una jaula.
No es momento de mostrarse débil. No es momento de pensar en que le han arrancado el corazón a un hombre con sus manos. Llega uno a las últimas gradas, tan dispares de la construcción como cualquier esquina que se observe con detalle. Parece como si hubiesen desensamblado muchos edificios y con sus partes, al azar, se hubiera construido ese sitio. Uno baja, escalón por escalón, hasta llegar al último pasillo que lo lleva a la Alcaidía del lugar, rodeada de ropa colgada y mujeres revisándola.
Ahí, del lado izquierdo, las celdas. No muy distintas de los palomares que rodean la zona. Tienen un espacio frente a sí, circulado con malla. Es una jaula. En el alambre cuelga ropa multicolor. Adentro de la jaula dos mujeres me ven pasar, el pelo tomado con una cola, la mirada opaca. Las saludo y me devuelven una frase breve, aséptica.
Llego al edificio principal, donde funciona la Alcaldía y realizo la diligencia que me llevó ahí: entrevistarme con una interna. Saludo a los abogados y también a la gente del penal, que me parecen invadidos del espíritu de abandono. Como si el encierro también les consumiera.
Una mujer que hace labores administrativas pasa una y otra vez frente a nosotros como si tuviera que resolver mil cosas pero algo la detuviese. Es el peso de lo que lleva en la mano, la vida de una reclusa, su libertad o su orden de internamiento. Al lado, dos hornos olvidados se oxidan como todo, mientras tres guardias especulan sobre el recurso de apelación y sus efectos procesales sobre la libertad de una rea.
El espacio de la Alcaldía tiene un aspecto de frontera, de sitio de paso, con el suelo lleno de polvo, las paredes llenas de manchas de carteles que fueron adheridos y arrancados, la pintura cediéndole espacio al moho. En el segundo nivel hay un balcón que deja ver a algunas reclusas en una especie de reunión.
La entrevista se lleva a cabo y termina justo cuando comienza el servicio religioso en la capilla, el edificio que tenemos enfrente. Vi como llevaban a las reclusas en fila india y que de a poco iban llenando el recinto. Comenzó la música y, con ella, el estruendo de sus voces clamando con el desgarro. Aquello lejos de parecer algo místico, era una representación orgánica. Su cuerpo es el instrumento de su súplica y en esa sacudida energética las despoja de la frustración que parece abundar, como algo que bulle bajo el suelo.
Los alaridos de pronto se van uniformando, haciéndose uno y aquello termina pareciendo un lamento, un canto islámico de los sobrevivientes de la arena. Quizá sea porque una condena es un desierto y ellas lo atraviesan. Diez, quince años recorriéndolo. Algunas sin visitas. Algunas sin nada más que ese grito. Algunas como toros bravos puyados para la lidia.
Me despido de la gente a la que fui a visitar y regreso al pasillo. Me quedo mirando un rato el servicio, dando rienda suelta a mi curiosidad. Aquello me pareció un acto demasiado íntimo como para atestiguarlo sin permiso y decidí que era hora de marcharme.
En la jaula-celda una silla puesta sobre la cual una mujer anciana, que podría ser digamos salvando las diferencias, mi abuela, cosiendo una blusa en silencio, con sus piernas juntas, con la cabeza gacha, tan sola y vulnerable metida en esa jaula.
Hasta que recordé que yo participé en la detención de su banda de sicarios. Hace tanto tiempo, que ya es otra. Debe ser la arena que lleva dentro y la sed; la de imaginar la libertad y no tenerla, cuando las otras mujeres claman en la capilla y yo regreso a lo que ellas no puede volver: mi vida.
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