Rafel Landívar era un joven diseñador gráfico que trabajaba en la zona 1 de la capitanía general de Guatemala. Hasta hace algunos años trabajaba en una oficina del Estado bajo un contrato 029, es decir, con los mismos derechos que un poste o una maceta. De ahí que un día se cansara de ser maceta y se lanzó al ruedo en solitario. Su condición freelance era igual de inestable, pero ser amo y señor de su tiempo era suficiente rédito como para brindar por ello todos y cada uno de sus viernes (que podían ser un martes o un domingo). Un día cualquiera, un miércoles por ejemplo, tuvo que ir a la la zona 16, a la universidad que lleva su nombre, para ir a dejar una factura de un trabajo que había hecho para una de las instituciones de esta casa de estudios jesuita.
Rafael Landívar no tiene carro. Su familia no tuvo carro. Él no sabe manejar. Y hasta ahora se las ha espantado entre los pies, la bicicleta y los taxis. Pero este miércoles decidió irse en bus a la Universidad Rafael Landívar. 5 horas más tarde lamentó con todos sus riñones la decisión. 5 horas más tarde, cuando regresó a su oficina, odió con toda su alma esta ciudad. 5 horas más tarde recordó que él no creció en esta capitanía, que siempre ha amado hacer las cosas caminando, que su última relación terminó de pudrirse porque no tenía carro.
Rafael Landívar pensó que si se hubiera ido a la mierda de esta ciudad, como tantas veces lo ha pensado, estaría a muy pocas horas de llegar a la frontera de México y que en múltiplos de 5 horas pronto llegaría a Estados Unidos.
La ruta 2, que es la que conduce a la entrada de la universidad, pasa en zona 1 cada vez que el cometa Halley se acerca a la Tierra. Las personas se acumulan en la parada de la 14 calle y 10a. avenida, y los taxis aprovechan a hacer el viaje de «a 10 a Cayalá», distribuyéndolos en el taxi 2 adelante y 4 atrás, pero siempre puede ser peor. Rafael Landívar llegó a las 11 a. m. a esa parada, y a esa hora los taxistas ya no juegan el juego de las reses. 40 quetzales pagó el joven Landívar para llegar a la universidad. Y aún así hizo casi 5 horas entre su oficina y su oficina. En todo ese tiempo muerto le dio chance a pensar:
—¿Cómo le harán los chavos que estudian ahí? O tienen carro, o el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, el tío, el vecino, la novia, el novio los lleva.
—Claro, es un problema municipal, pero ¿no tienen suficiente fuerza esta universidad y su vecina (la del Valle) para somatarle la puerta al señor senescal de la capitanía para exigir un transporte digno para su creciente población estudiantil?
—No hay una sola mujer entre los nombres de las universidades.
—¿De verdad si no tenés carro no podés estudiar en esta universidad?
—¿De verdad los papás siguen llegando a dejar a sus hijos a LA UNIVERSIDAD?
—El joven Francisco Marroquín puede llegar en bus si camina desde la Reforma, igual que el joven Galileo Galilei. El muchacho Mariano Gálvez también, pero está jodido, a su manera. Leonardo da Vinci está igual de pisado que él, el buen Landívar. Y el viejo san Carlos de Borromeo, pues este sí tiene cómo llegar en varias rutas de bus, pero la mayoría son parte de una mafia maldita relacionada con la actual asociación de estudiantes, igual de pura mierda que las camionetas rojas en las que le tocaba a Landívar irse colgado.
Rafael Landívar regresa a su oficina muy pero muy como la chingada. Justa razón tiene. Ser peatón en esta ciudad es una forma de alterar la moral del buen ciudadano. Rafael Landívar sabe que en la zona 16 no existen las pasarelas para los peatones. Y recuerda con claridad el cuerpo de una mujer atropellada frente al burgo de Cayalá.
Rafael Landívar recuerda en esas casi 5 horas de su vida que es una maldición ser peatón en esta ciudad. Que la única manera en que un conductor sabe usar la palabra es diciendo antes «pasá, pues, cerote». Que en Guatemala decir «el peatón lleva la vía» es como decir «reforma agraria». Y sabe muy bien el joven Landívar que si fuera Rafaela, y no Rafael, estaría mucho, muchísimo más pisada.
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