Esto es El Chipote, según las narraciones de los excarcelados. Esto fue en tiempos de Somoza. Y, para perplejidad de muchos, esto fue en los años 80, cuando sirvió para los mismos fines y como escenario de los mismos instrumentos de tortura en la Nicaragua revolucionaria. Así fue porque «el hacha sobrevive a su dueño», como le dijo uno de los entrevistados para El fin del «Homo sovieticus» a la premio nobel de literatura Svetlana Aleksiévich. Los gobiernos cambian, El Chipote permanece.
Ahí la Dirección de Auxilio Judicial de la Policía ha operado una de las prisiones y centros de tortura más antiguos de Nicaragua. Esa cárcel era conocida como La Loma en tiempos de la dictadura somocista porque está situada en un montículo que domina la laguna de Tiscapa. En ella fueron torturados muchos guerrilleros sandinistas y opositores al régimen. Entre otros, Daniel Ortega. El gobierno sandinista le cambió el nombre, no la función, y en los años 80 pasó a llamarse El Chipote en memoria del mítico cerro de Nueva Segovia donde Augusto C. Sandino tenía su campamento. Muchos presos políticos del sandinismo fueron a parar allí.
Allí estuvo en 1985 un grupo de revolucionarios guatemaltecos que por divergencias con la URNG fueron apresados por la Seguridad del Estado y retenidos en sus celdas durante varios meses. Uno de ellos —el escritor Mario Roberto Morales— describió el lugar, que no ha sido objeto de mejoras: «Examiné la celda: había dos literas a mi derecha y dos a mi izquierda. Frente a mí, un muro con respiraderos que permitían ver el piso del otro lado y, cerca de la puerta, una grada a la que había que subirse para acceder a una ducha que no era sino un tubo por donde salía el agua, las manecillas para activarlo y un agujero en el centro del piso para que los presos hicieran sus necesidades fisiológicas. Miré hacia el techo, y un respiradero se elevaba dejando entrar el viento de afuera, que silbaba y hacía crujir las láminas de zinc».
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Ni el decreto de Violeta Barrios en 1990 para convertirlo en parque nacional ni la iniciativa de ley de 2013 impulsada por algunos diputados de oposición lograron cancelar el uso policial de esas mazmorras. La resistencia a clausurar el histórico centro de torturas ha sido férrea. Aminta Granera, ex comisionada general de la Policía Nacional, eludió rendir cuentas sobre la actuación de la policía en El Chipote. Se escudó tras la negativa de los diputados sandinistas a pedirle explicaciones ante la Asamblea Nacional.
Allí el gobierno de Ortega-Murillo internó durante más de una década a los cubanos que huyen del paraíso socialista y atraviesan el territorio nicaragüense para llegar a los Estados Unidos. Cuando la migra nica —en modo alguno más benévola que la gringa— los capturaba, los remitía una temporada a El Chipote antes de deportarlos. Quedaban privados de todos sus derechos: ni abogados ni llamadas telefónicas ni visitas.
Durante la revuelta de abril, el vetusto centro de confinamiento y vejaciones hormigueó de actividad. En El Chipote ondea la bandera del FSLN, la de las cuatro letras que allí entraron con sangre en las cabezas de opositores de muy variado talante: periodistas, directores de medios de comunicación, estudiantes, obreros, campesinos… Ortega los mandó torturar en el mismo emplazamiento donde él fue torturado. ¿Será esa su perversa manera de sanar sus propias heridas?
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No debemos olvidar a las decenas de madres que esperaban a las puertas de El Chipote. Algunas ni siquiera tenían la certeza de que sus hijos estuvieran allí encerrados. Había y hay cientos de desaparecidos. Las madres imploraban intentando despertar empatía en la vicepresidenta: «Rosario Murillo, vos sos madre y no te gustaría que le hicieran esto a tus hijos», le decían. El trato que se dio a los prisioneros y a las madres, amedrentadas por encapuchados que se instalaron de forma permanente en la puerta de El Chipote y las insultaban, que detonaban sus fusiles y ponían música del Comandante Zequeda a todo volumen, fue una muestra fehaciente de que toda la política populista no era más que una neta instrumentalización sin asomo de amor al pueblo.
El Chipote nos revela mucho más que eso. Sus celdas atraviesan más de medio siglo de historia, siete presidencias y al menos cuatro modelos de gobierno: dictadura dinástica, centralización estatal, neoliberalismo y populismo artillado que aspira a ser hereditario. Ahora El Chipote se presume remozado en sus nuevas instalaciones en el barrio Memorial Sandino. A inaugurarlo acudieron diputados y funcionarios de gobierno que entonaron loas ante los medios. Lo pintaron con tan enaltecidos elogios que uno los creyera dedicados a un nuevo resort de lujo, sustituto del clausurado Guacalito de la Isla, donde quisieran hospedarse para disfrutar de un paquete vacacional all included.
Pero es el mismo instrumento con pintura fresca. Sigue siendo un retrato y un síntoma de una sociedad donde la bina autoritarismo-infantilismo nos deja sometidos —a unos por la fuerza, a otros por su gusto— a un padre severo y abusador. Los gobiernos pasan, su panoplia de tortura se queda. El gobierno es coyuntural, El Chipote —no importa si ahora tiene otro alias y otra ubicación— es cultural. Quiero pensar que El Chipote es un odre viejo para el vino de las nuevas generaciones. No podrá contenerlo ni reproducirse. Pero, por el momento, el hacha sobrevive a sus dueños del pasado y encontró a un nuevo verdugo que la tiene bien asida por el mango. Por eso me pregunto: ¿tiene sentido dialogar y negociar con el verdugo de turno cuando sigue blandiendo el hacha?
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