Omar Calabrese decía que vivíamos en el Nerobarroco, un mundo marcado por complejas relaciones comunicativas y fractales que descomponían la realidad en nanoelementos. Umberto Eco vaticinaba que nos estábamos adentrando en una nueva Edad Media, de señores todopoderosos y fortalezas amuralladas. Posiblemente ambos tengan gran parte de razón, pero si me lo permiten, para mí desde mediados del siglo pasado no hemos vivido otra cosa que en el hiperromanticismo.
Si las épocas se marcan por los gustos de la gente, no cabe duda que la exageración del amor romántico ha establecido las tendencias en todos los campos de la cultura. Y cuando hablo de cultura, me refiero a la cultura extensa, compartida por todo tipo de públicos, generada en la industria comercial y suministrada por los medios. Esta cultura ha sustituido el Amor, en el sentido que San Pablo otorgaba al concepto, un amor puro extensible a lo humano y trascendido a lo divino, por el amor al otro de connotaciones sexuales. De este modo, se sustituyó el ideal religioso del Amor esencial, por algo mucho más terrenal y, por lo tanto, comercial.
La religiosidad tiene sus detractores o se divide en multitud de interpretaciones que degeneran su concepto. Sin embargo, el romanticismo es de carácter universal, ampliamente aceptado y difícilmente criticado. ¡Hagamos canciones de amor, libros de amor, cuentos de amor, películas con amor! El amor vende y vende por millares. Con cada nueva canción o película, el amor romántico se sobredimensionaba, acaparando todo nuestro ideal de ser. Convertimos al amor romántico en el fin supremo a través del cual conseguir nuestra felicidad… Y aquí empieza el principal problema.
Sin el amor romántico es imposible ser feliz en nuestro mundo. Todo lo demás, ideales políticos y religiosos carecen de sentido, ante la trascendencia del “amor verdadero”. Un “amor verdadero” sublimado por el romanticismo y avalado por el sistema. Es mucho mejor que la gente busque la felicidad en el amor romántico que en proyectos sociales o espirituales. La verdadera lucha del individuo está en encontrar a su media naranja y consumar el acto más preciado de ese amor, el sexo.
De esta forma, el amor romántico confunde el sexo con amor y el amor con sexo. Así, el sexo pasa a ser el medio a través del cual se garantiza que hemos alcanzado la felicidad plena. Todas esas canciones de amor, esas historias de princesas, solo repiten constantemente un mismo lema, ama y serás feliz, sé amado o amada y serás feliz, realiza sexo con la persona que ames y no cabrás en tu felicidad. Si no eres amado, si no eres deseado, ya te puedes dar por desechado.
El perdedor, el looser como se ha dado en llamar en la cultura “anglobal”, es aquel que es rechazado por los demás, que no es deseable dentro del ideal romántico. La persona adquiere valor de cambio en la medida que es objeto de deseo sexual. El atractivo no obligatoriamente es físico, puede ser intelectual, pero sobretodo económico. El que carece de cualquiera de estos atributos se convierte, inmediatamente, en un ser predispuesto a la infelicidad. Urge la necesidad constante de ser valorado a través del mercado del deseo.
Ya no importa la felicidad, ni siquiera alcanzar el amor en sí mismo. El simple hecho de formar parte del mercado del deseo te hace merecedor de amor y el juego de la sexualidad comienza. Le entrega y la búsqueda de confraternizar sexualmente se hace necesidad. Las mujeres quieren demostrarse que pueden ser amadas por un hombre que les saque de su infelicidad. Los hombres quieren sentir el deseo que les permita saberse adorados. La entrega sexual es liberadora.
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