En una segunda versión del la misma anécdota, Holmes responde que su trabajo es “aplicar la ley”. La fusión entre las dos respuestas tal vez refleje una visión extendida respecto a la práctica del Derecho: “aplicar” las leyes equivale a practicar una actividad regida por reglas. Metafóricamente, el Derecho sería un juego y parece que los que defienden a los acusados de crímenes de lesa humanidad en Guatemala así lo creen. Ahora bien, la metáfora del juego jurídico no es nueva y está lejos de ser inocente en un país tan injusto como el nuestro.
Y es que al querer regular la vida social, las reglas jurídicas (e. g., leyes, procedimientos) se ven inmediatamente rebasadas por los hechos. Hace varias décadas, Theodor W. Adorno escribía que la definición del genocidio iba a dar lugar a discusiones acerca de si otras atrocidades calificaban como tales; pronosticó incluso que un día se hablaría de “casi genocidios”. Un destino similar recae sobre las normas jurídicas, las cuales no pueden prever todos los casos de su aplicación. Cualquiera que haya enfrentado un problema burocrático sabrá a lo que me refiero.
No es sorpresivo, entonces, que la formalidad de las reglas suela ser el recurso favorito de aquellos que truecan los procesos legales en juegos legalistas en los que el más elemental sentido de justicia es expulsado. Nuestra historia abunda en ejemplos de tales afrentas a aquella conciencia sin la cual el Derecho se convierte en puro procedimiento. Tales prácticas, desde luego, no pueden eclipsar la evidencia de que el Derecho es algo más que un juego. El Derecho aspira a realizar un conjunto de valores entre los que destaca la justicia. Positivistas e iusnaturalistas pueden discutir acerca de cómo se relacionan el Derecho y la moral, pero no desdeñan el ideal de la justicia como algo irrelevante.
Los valores y los principios se relacionan de manera consustancial. Los derechos humanos, por ejemplo, tratan de establecer los deberes que demanda el valor de la dignidad humana; el principio de la irretroactividad de la ley se vincula, entre otros fines, con el valor de la seguridad jurídica. Es claro, entonces, que los principios se ubican en un nivel superior al de las reglas. La regla se aplica o no se aplica; acudimos a los principios cuando las reglas fallan. Pero los principios no se “aplican”; ellos sirven como criterios para evaluar la realización de los fines o valores de un sistema normativo determinado.
Asimismo, un principio puede ser cuestionado en nombre de otro principio. Muchos pensadores han reconocido este fenómeno y, desde diferentes ángulos, han intentado resolver los agudos problemas que plantea la ponderación de valores y principios. Un ejemplo puede ser la necesidad de examinar el principio de la libre expresión del pensamiento en un contexto en el que la información puede poner en peligro la vida o el honor de una persona. Esta ponderación debe tomar en cuenta, además, que los principios se relacionan jerárquicamente como lo han postulado filósofos como Max Scheler o Risieri Frondizi; el valor de la propiedad, por ejemplo, no es superior a la dignidad humana.
La distinción entre principios y valores permite localizar un punto débil en la estrategia de acudir al principio de la irretroactividad de la ley para defender a los acusados de crímenes de lesa humanidad en Guatemala. Esta estrategia suele tratar el principio de la irretroactividad de la ley como una regla y no como un principio. Se aduce que el principio de irretroactividad simplemente invalida los procesos orientados a deducir responsabilidades a los culpables de tales delitos. Este argumento, sin embargo, elude el paso intermedio de demostrar que el principio de la irretroactividad de la ley supera, dentro de la circunstancias, a otros principios y valores del Derecho. Eludir ese paso es una condición para practicar el juego jurídico de la injusticia.
Hay un acontecimiento histórico que, a pesar de sus múltiples lagunas, demuestra el peso considerable de los principios en el Derecho: los juicios de Nuremberg, en los que se juzgó a los criminales de guerra nazis. Los defensores de los nazis acudieron al principio de irretroactividad de la ley para tratar de eludir las consecuencias penales asociadas al inicio de guerras agresivas y a las horribles atrocidades cometidas. Los tribunales respectivos no aceptaron tal objeción bajo el argumento de que los acusados sabían que estaban cometiendo crímenes y que, por lo tanto, sus hechos no podían quedar impunes. Otros juristas aceptaron que se violaba el principio de irretroactividad, pero reconocían que era imposible permitir que tales atrocidades quedaran impunes. Incluso Hans Kelsen, el filósofo positivista más importante del siglo pasado, consideraba que la justicia demandaba el castigo de los nazis aun cuando se violase el principio de irretroactividad.
En conclusión, a la luz de la filosofía y la historia jurídica reciente, no son aceptables las apelaciones al principio de irretroactividad para defender a los presuntos responsables de las acciones atroces y sistemáticas que dieron cuenta de la vida de tantos guatemaltecos. Es cínico que ahora se invoque la seguridad jurídica cuando las víctimas de crímenes tan execrables nunca tuvieron salvaguardas legales genuinas que los hubiesen librado de tan ingrata suerte. Si estos crímenes quedan impunes, la seguridad jurídica se verá afectada de manera todavía más notoria porque una sociedad que acepta que se juguetee con los principios del Derecho no podrá librarse de que su historia se convierta en un permanente escenario de juegos sangrientos.
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