Durante los últimos cuatro meses he estado viajando cada semana. Perdí la cuenta de cuánto habrá sido: siete u ocho mil kilómetros. Algo absurdo cuando lo confronto con mi vida previa de oficinista.
En ese ir y volver, ese no estar, en ese enfrentarme a mundos distintos y paralelos, como gemelos que se ignoran por haber sido adoptados por padres distintos, me he encontrado en cierto desequilibrio. No estoy en ningún sitio y no termino de afincarme. Es como si el camino me estuviera absorbiendo.
Las largas carreteras que he transitado han sido lo más vivo a lo que me he enfrentado. He visto accidentes, muertos, plantaciones floreciendo, aves migrando, lluvia, sol, valles enormes con animales pastando bajo las sombras, ciudades en medio de la nada, la nada comiéndose las ciudades, el silencio, el silencio en la noche siendo violentado por los lamentos escurriéndose de las iglesias perdidas en el camino.
Y quizá es ahora cuando más irregular he sido para escribir. Aún no hallo el método para sentarme y contar. Porque me mantengo alerta. Porque presiento que me tengo que ir. Porque todo parece moverse más a prisa. Menos en el silencio de los caminos de tierra y piedras a los que me enfrento o a los ríos mansos que veo correr ignorando su fondo.
Pero estoy acá, sentado, pensando en palabras para traducir todo esto que parece abrumador pero no ajeno. Mi vida ha sido siempre un tránsito perpetuo. Soy escritor, vamos, eso es lo que soy. Pero trabajo como fiscal. Y es como si fuera un travesti diurno que se pone corbata, vive una aventura y luego llega a casa a imaginar otras.
Es como si siempre estuviera mudándome. Es como si siempre tuviera que irme a otro sitio. Menos las palabras, siempre estoy en las palabras. Pero ahora son tan pocas cuando pienso en la lluvia deteniendo el auto, en los infinitos bosques filtrando la luz con sus hojas. En la cara del hombre que vi momentos antes de que lo atropellara un camión.
Y estoy en el cubículo actuando en un papel que representa al que era. Estoy y no estoy. Como si el camino me estuviera absorbiendo, les digo. Por ejemplo: ahora mismo, frente a mí, los colegas se reúnen frente a un teléfono para ver un vídeo. Hablan, cuchichean, insultan.
Es, me dicen, el vídeo del asesinato del policía a manos de un grupo de narcos. Comienzan a llamarme para que vaya, pero no voy. He visto toda la mierda del mundo. A que sí. Como las violaciones de niños que filmaron y tuve que ver en un caso que llevé. Asesinatos, desmembraciones, soy un catálogo viviente de la mierda. Concluyo.
¿Para qué más? En todo caso, pienso en la familia del hombre, que seguro estará sufriendo aún más su muerte al saber esto. Y sé que el narco estará feliz con que la gente sepa de su horror. Pero no es más ni menos. Es como cualquier horror. Es la misma mierda. Igual puede ser el narco, igual un tráiler que me parta en dos. Pero yo no participo del circo de la sangre, no más.
No pienso soltar un discurso con los colegas, que ahora aducen, estar interesados para comprender mejor a las organizaciones, sus métodos y yo que sé qué más. Morbo. Eso es. Otro colega también se niega a ver y seguimos cada uno, en su cubículo, laborando o en mi caso, actuando de mí mismo, he dicho.
Hablan un rato del hecho y luego cambian de tema. Al parecer alguien se negó a cumplir una orden judicial y les negó información. Eso suele suceder. Que te tomen como un chiste cuando trabajas. Es como si te escupieran. Así.
Cuenta el colega sobre cómo lo resolvió. Fue muy astuto. Reímos del resultado de su astucia. Celebramos. Y el colega dice “deberíamos escribir, sería chilero que alguien pudiera escribir y llevara algo así como el diario del fiscal”.
Aquella frase me lo puso claro: lo estoy haciendo bien. Aunque todos saben que escribo es como si no lo hiciera y fuera uno más. Para ser un narrador hace falta vivir entre las sombras, a hurtadillas, como si siempre fueras a robar algo. Y lo robas, te apropias del gesto. Por eso me busco la invisibilidad.
Al parecer, sentado en mi cubículo, actuando de lo que creo ser, me va de maravilla. Y todo este mundo de horror y pólvora pasa frente a mí cristalino, manso, inocente, como si se me entregara. Aunque a veces, como esta, no sepa hacer nada más que callar, actuar, llegar a casa y mirar el techo esperando volver.
Por el ventanal que da al oeste, veo a la ciudad bajo el velo de un aguacero. Ha sido una temporada de lluvias muy larga. No escampa. Y me gustaría mucho volver a ver el sol.
Más de este autor