Visitarla es un decir, una forma de explicar que me he parado en la distancia, sobre un montículo quizá, y he visto su estrucutra física.
Visto de lejos, sobre todo en el desierto, es dificil calcular el tamaño del edificio desde donde opera la agencia gubernamental omnipresente sin contar con un punto de referencia. Creo que nunca podremos llegar a saberlo con exactitud más allá de afirmar que es gigantesco.
Su forma cambia constantemente. A veces parece un zigurat, otras -casi siempre, eso sí- asume la forma de un monolito u obelisco. Quizá lo único seguro respecto de este objeto, este descomunal y desconcertante objeto desde donde funciona La Agencia, es su color. Es de un gris indefinible, es el gris de la monotonía, ese gris que solo está reservado a niveles muy específicos de maldad y sevicia. Es el gris de los barcos de guerra, la ceniza de los huesos calcinados y la muerte.
Otra de las cosas seguras acerca de esta agencia gubernamental es su omnipresencia. Está en todos lados, en cada aspecto de nuestra historia y en cada interacción que tenemos con ella hemos de obrar con la mayor de las cautelas, porque seguro es que nuestras vidas están en sus manos.
Una mujer que fue devorada junto a cientos de otras mujeres y niños por la agencia gubernamental omnipresente me confesó un día con voz temblorosa que “las vidas de todas nosotras están en manos de tres, y ellos son muy malos. No tienen corazón.”
En algún momento en el pasado comencé a sospechar que La Agencia es un ser vivo, con conciencia propia, si es que eso está dado a esos entes omnipresentes que tienen influencia sobre las vidas de todos los seres en la tierra. Esa convicción ha ido creciendo a lo largo de los meses y me acompaña como una de las pocas certezas que he logrado en esta tierra distante y extraña.
Parado en el montículo (ahora el montículo era una colina y el edificio de la agencia gubernamental omnipresente seguía siendo descomunal), pude escucahar cómo el monolito contestaba mis preguntas.
Eran preguntas que había hecho meses atrás, años atrás. Y podía recordar las respuestas que me fueron dadas, podía recordar las palabras una por una. Cierto es que en los sueños los recuerdos aparecen al mismo tiempo diáfanos y envueltos en vaho.
Entonces, el monolito habló. Yo escuché sus respuestas y pude comprender que habitaba una esfinge dentro del edificio cambiante, en las entrañas de esa estuctura más grande que las montañas -ahora yo estaba parado en la cima de una montaña-. Salvo que en lugar de plantear acertijos y demandar respuestas, este animal u hombre-bestia mítico respondía mis preguntas y las de miles como yo con enigmas, con frases oblicuas, con enunciados elípticos que suelen describir arcos enormes antes de perderse en la nada.
Hubo quienes intentaron tirar piedras al edificio y a las piedras iban atadas preguntas. Lo sé porque, aunque no pude ver a quienes las arrojaban -seguramente lo hacìan desde miles de kilómetros de distancia- veía los proyectiles arribar al monolito. Quedaban suspendidos girando durante meses a pocos milímetros de la piel de ese descomunal obelisco antes de que este los tragara. O me corregiré: más que tragados, eran, mejor dicho, absorbidos como cuando objeto atraviesa la superficie de un fluido con una tensión superficial enorme; que presenta resistencia al principio pero luego termina cediendo y con un ¡chplop! desaparece para siempre dejando tras de sí apenas ondas concéntricas que se desvanecen casi de inmediato.
Alguna vez corrió el rumor de que una de esas piedras había sido devuelta por el monolito. Muchos se esperanzaron sobre el futuro y sobre la inminencia de una respuesta a sus dudas. No hubo más noticias.
La existencia de un monolito descomunal en algún punto del desierto, en cuyas entrañas reside una esfinge enigmática podría pasar por un mero anacronismo. Me asiste la convicción de que traga gente, que la devora y la excreta en partes del mundo aún más aterradoras que el desierto donde todo es aridez y piedras abrasadas por un sol que quema la piel, la carne y el espíritu. De eso he sido testigo y estoy para contarlo.
Pregunté entonces a quién podía acudir para pedir ayuda, para que alguien me iluminara sobre cómo relacionarme con la entidad monolítica en la que habita la agencia gubernamental omnipresente.
Y en una voz que era un torrente de docenas de voces que había oído antes por separado, la esfinge me contestó con un sonido atronador que venía de las profundidades de ese monolito u obelisco: “Estás solo y a nadie le importan tus preguntas, estás solo y no vas a poder hacer nada por aquellos a quienes he devorado. Estas solo, solo, solo.”
Entonces sonreí y lloré colmado de dicha. La esfinge había sido directa, sincera, honesta.
Pero todo eso era sueño. Al despertar, de nuevo, mis preguntas habían sido contestadas en un correo electrónico que contenía un acertijo, un enigma y una burla.
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