El mundo al revés: si quiere pasaporte, no sea previsor

8:34 a. m. Brazo izquierdo expuesto al sol. Me espera una larga cola para renovar aquella identidad nómada. Libro en mano, avanzan las páginas. La cola sigue igual. Tengo sed, pero decido aguantar para que no me apresuren las ganas de evacuación. Pequeños pasos que parecen hacia atrás, pero que avanzan en su versión espiral. La ansiedad de mi vecina de atrás me inquieta porque yo intento conservar la distancia. A cada paso me hace sentir su presencia cercana y corta las frases de la cadencia de mi libro.

Un chico alto de camisa celeste como la bandera de este país hace viajes por la fila buscando a gente con cita para el día. No es mi caso. Llegué con la paciencia que requiere este acto. Al cabo de unas casi dos horas y media llega una chica sonriente, sin blusa color bandera, pero sí con gafete colgado en su cuello. Me chulea mi libro. Cierro mi libro. Muestro mi papelería muy segura de su completitud. Me pregunta si tengo boleto de viaje. Desdoblo el papel impreso de este. Se lo muestro orgullosa de tener todo en orden.

—¿Cuándo viaja? —pregunta.

—El 26 —le respondo.

—¿El 26 de cuándo?

—De junio —le digo.

—Únicamente estamos recibiendo a la gente que viaja el próximo miércoles. Vuelva dos días antes de su vuelo.

[frasepzp1]

Una cree que hay espacio para la argumentación. Una cree que podrá convencer de la idiotez de tal instrucción. Acudo al chico alto: su actitud me da esperanza. Su respuesta me la quita. La pandemia no es excusa. Es realidad. Poner a los funcionarios a recitar falacias para ocultar sus graves fallas es penoso.

Entiendo que ya no tengo nada que hacer allí. Me voy, no sin el enojo sobre mi aura. Vivo cerca y camino con pasos de toro enojado. Voy balbuceando asperezas a cada grada de la pasarela.

Camino sobre la sexta y al menos cuatro motos, dos camiones y un guardia de seguridad privado me pitan o chiflan. Los insulto. Los acosadores callejeros en ruedas desaparecen a la velocidad de un tráfico ligero. El guardia desafía mi mirada oculta en lentes oscuros. No la suelta. Le vale pito. El arma que sostiene mide la mitad de su cuerpo. «No tengo miedo», pienso. Estaba tan encabronada que el miedo no dejó rastro. De cualquier forma, acelero mi paso ya de por sí veloz. Entro pronto a mi burbuja, mi barrio, mi zona segura. Sigo enojada. 11:36 a. m. Llego a mi casa y comienzo a escribir.

La crítica que acompañaba a la mafia de cartón siempre fue la de en un país cuyas instituciones están cooptadas, capturadas, compradas (o vendidas). Hoy se agregan la ineficiencia, el tiempo perdido y la hora que me faltaba para acabar mi libro. Error pensar que hacer las cosas con tiempo es premiado. Me tocará volver con nuevo libro, más paciencia, banquito para sentarme, pantalones flojos y sudadero.