Todo empezó en el 2015, cuando la mayor parte de los ciudadanos estaban convencidos de haber elegido a una figura ajena a las mafias políticas históricas. A la hora de escoger entre una veterana de la política como Sandra Torres y un artista comercial simpático como Jimmy Morales, nueve de cada diez capitalinos le dieron su voto al productor de comedias. El mensaje era inequívoco: los ciudadanos querían un corte con los políticos tradicionales, defensores a ultranza de un sistema de justicia espurio que aseguraba la impunidad para los corruptos a través de sobornos y tráfico de influencias.
Pero al final los ciudadanos no lograron ni olfatear los aires de cambio tan esperados. Al nomás ser elegido, el nuevo gobierno se dio a la tarea de estructurar su base legislativa reclutando a diputados provenientes de los más bajos mundos del Congreso. Y luego poco a poco fue construyendo una posición política cada vez más proclive a mantener el viejo régimen corrupto, porque resultó que la impunidad para los viejos negocios de la política era la única manera de preservar las alianzas en el recinto legislativo.
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Los intereses dieron pie al discurso. Poco a poco la Presidencia, parte de la clase política y un sector de empresarios se sintieron atraídos a un discurso pseudosoberanista que califica a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) como expresión de una comunidad internacional que interviene en los asuntos domésticos de nuestro país, con absoluto desprecio por el Gobierno nacional y sus instituciones. Más aún, la ultraderecha empezó a elaborar sus propias fantasías explicando de manera reiterada que lo que promueve la Cicig en Guatemala no es otra cosa que la adopción de un régimen chavista tipo socialismo del siglo XXI.
En función de ese discurso, lo que es espurio (defender la corrupción y la impunidad) se convirtió en algo virtuoso (defender la soberanía nacional y sus instituciones). La estorbosa presencia del Ministerio Público y de la Cicig, que impide que diputados, alcaldes y empresarios hagan los negocios de siempre, se transformó en la intervención extranjera que abusa de los convenios internacionales para justificar sus altos salarios e impedir el manejo soberano de los asuntos públicos.
La historia es demasiado humana y se ha repetido a lo largo de miles de años de civilización y progreso. Los romanos no secuestraban mujeres y las violaban, sino las raptaban para crear una nueva generación de personas con mayor virtud y cultura. Los conquistadores no destruían el conocimiento y la sabiduría de los pueblos indígenas, sino los liberaban de sus supersticiones y de su culto al demonio. Y los nazis no masacraban ni cometian un genocidio sistemático contra los judíos, sino que liberaban a la humanidad de razas inferiores que impedían el progreso de la civilización aria.
Así estamos en Guate. Políticos y empresarios no desean preservar la corrupción y las mafias enquistadas en el Estado, sino liberarnos de las fuerzas extranjeras que nos someten con absoluto irrespeto a nuestra soberanía y que probablemente tengan como agenda oculta convertirnos en otra Venezuela.
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Dichosamente, la mayor parte de los guatemaltecos y las guatemaltecas no creemos en esas quimeras y esos caballos de Troya. Por el contrario, vemos en la comunidad internacional, y particularmente en la Cicig, un aliado firme para que los abusadores de siempre paguen por sus abusos. Para que el dinero público se invierta en nuestro progreso, y no en las cuentas bancarias de políticos y contratistas mafiosos. Para que la democracia responda al interés público, y no al interés privado de las redes criminales corruptas.
El discurso patriotero y soberanista nos aísla del resto del mundo. En Wall Street, las calificadoras de riesgo levantan las cejas y toman nota del falso nacionalismo que provoca inestabilidad política e incrementa el riesgo país. En Nueva York, las Naciones Unidas observan con sospecha a un gobierno que dice una cosa el día viernes y asume otra posición el día domigo. En Washington, la Casa Blanca y el Congreso, enfrentados por cien mil otras razones, tienen al menos un punto de consenso: apoyar a la Cicig, al comisionado y a la lucha contra la corrupción en Guatemala. Y en Europa, los diversos Gobiernos hablan con una sola voz cuando se trata de defender la lucha contra la impunidad.
Todo eso no es una muestra de intervencionismo extranjero, sino de respaldo mundial a la democracia guatemalteca y a nuestro compromiso ciudadano con la justicia. El mundo apoya a Guatemala y es un aliado firme de nuestro pueblo. Y, felizmente, el mundo es enemigo de la corrupción en Guatemala.
Las siguientes semanas serán críticas para impedir ser aislados del mundo. Frente al discurso patriotero, deberemos enarbolar las banderas de la dignidad y la lucha contra la impunidad. La amistad de la comunidad internacional es un escudo para defender la justicia y el combate a la corrupción.
Solo para las mafias el mundo es un enemigo.
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