Por la noche, el gotear del lavamanos remata el insomnio. En el jardín crecen felices las plantas, bebiendo del agua que escapa de la tubería bajo tierra. Cada inodoro es un río silencioso que malbarata el líquido dichoso sin usarlo. Hay fugas por todas partes, y mes a mes las cuentas suben. Le urge hacer algo al respecto.
Consigue un plomero. Es un tipo de a tres menos cuartillo, lo que usted está dispuesto a pagar. El plomero saca su herramienta, escarba bajo los lavaderos, empuña una pala en el jardín para destapar la cañería. Termina su evaluación y arma el presupuesto. Usted mira el número: ¡son miles de quetzales!
La sangre le hierve y grita. ¿Qué se cree, infeliz, con una cuenta así, si es apenas un empírico que nunca fue al Intecap? Además, no le cae bien: apostaría a que pasó comiéndose con los ojos a su hija mayor cuando entró a la casa.
El plomero explica. Usted tiene más de diez años de no hacer ninguna reparación ni dar mantenimiento. Los empaques están rotos en todos los grifos. Su cisterna está rajada. Hay que cambiar la tubería. Hay que comprar materiales y repuestos. Hay que excavar y trabajar para cambiarlo todo. Tomará días completar la tarea.
Usted rechaza la recomendación y echa al plomero de la casa. Debe de haber otro más barato. El tipo se larga. Molesto por el esfuerzo en vano, sobre todo por la actitud de usted, insulta en voz baja al salir: «¡Y es fea!».
Baste la historieta. Si no ha identificado la situación, aquí va la clave. El cliente es la sociedad guatemalteca. El plomero, sus autoridades fiscales. La plomería rota y descuidada es la administración pública, tan destartalada. Las reparaciones propuestas son la reforma tributaria, y el presupuesto a pagar es lo que nos tocará tributar. La mala sangre con el plomero es la desconfianza hacia el Gobierno, y el insulto de aquel, el desprecio hacia la demanda indignada de la ciudadanía.
Un solo hecho objetivo hay en todo esto: la administración pública es un desastre por décadas de desatención. Sacarla de allí costará plata y tiempo. Cuando al dueño de casa se le pase el enojo, descubrirá que igual tocará buscar otro plomero, que vendrá con otra cuenta de reparaciones que costarán mucho dinero. Las cascaritas de huevo huero no son moneda de pago aceptable. Y la administración pública no es excepción en esto.
Parados en la plaza hace un año, era fácil ceder al entusiasmo: ahora todo cambiaría. Y sí, comenzó a cambiar. La ciudadanía nuevamente activa descubrió su voz, incluso su voto, en los asuntos públicos. Descubrió que ya no quería vivir con la cañería corroída de un Estado corrupto. Pero le tengo una noticia: por si no se ha percatado, ejercer la ciudadanía impone también responsabilidad. La consecuencia práctica de querer un mejor Estado, con justicia, servicios efectivos, funcionarios probos y expertos, no es haber metido a una partida de malandros a la cárcel. Esto es apenas quitar empaques rotos. La consecuencia práctica es que hay que hacer reparaciones —modificar leyes e instituciones—, poner repuestos —encontrar nueva y mejor gente— y limpiar tuberías —mejorar los servicios—. Y todo exige dinero. Los ángeles podrán moverse sin gastar energía mientras bailan por miles en la punta de un alfiler. Pero usted, el vecino y yo vivimos en la realidad: lo bueno cuesta plata.
Ya no repitamos la insensatez de esperar que sin tributar conseguiremos una administración pública como la alemana o la sueca. En nuestras circunstancias, exigir eficiencia como precondición para invertir es como decir que quitemos la tubería intacta de un baño para reparar las goteras de otro. Pongámonos serios. Claro que podemos dar coces, despotricar con que #YoNoTengoPlomero. Quien hoy nos sirve no será el mejor, quizá ni siquiera bueno. Y reforma tributaria es mucho menos que la indispensable reforma fiscal. Pero no quita un ápice a la realidad que nos abofetea: #TienesFugasDeAgua.
La resistencia a tributar es el vástago feo de una élite tacaña que llama ambición desmedida a pagar lo necesario. Es la excusa adoptada con fervor por la clase media urbana. Pero hoy nos atrapa la implicación de lo que empezó en abril de 2015: debemos pagar la cuenta de la fiesta ciudadana. La protesta deberá exigir propuestas justas y eficaces, insistir en que los que más tengamos más paguemos. Deberá vigilar. Hoy el rechazo no basta. Hoy el cambio viene a cobrar y es personal.
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