Haering argumenta en el blog Diálogos que la derecha guatemalteca tiene en la mano la clave para hacer cuajar el progreso tras la depuración que inició la persecución de la corrupción en 2015. Pero se desespera del inmovilismo, de la secular apuesta por el no antes que por el cambio.
Comparto muchos de sus reclamos, que animan igualmente mi agenda de columna. Como señalar que la timidez de la élite económica es una característica cultural que estorba a toda la sociedad y a la misma élite. O como denunciar la incapacidad demostrada de esa élite para desarrollarse en un mercado libre sin recurrir a la trampa.
A la vez hay precisiones por hacer. No solo para polemizar, sino porque el éxito en el cambio está en los detalles. Y porque el detalle define el alcance de las responsabilidades.
El primer y más obvio reto está en el concepto axial de la nota de Haering: ¿qué es la derecha? Él habla de la persuasión liberal-conservadora. Pero con ello se apropia ya de mucho más que la que en este país de estrecheces se reconoce a sí misma como derecha. Porque el liberalismo lo comparto también yo, que no tengo empacho en admirar el racionalismo europeo y que he pasado casi toda la vida laboral vendiendo servicios en el mercado. Y conservadores —culturales, políticos y quizá hasta económicos— son probablemente muchos de los indígenas que protestan la minería en nombre de la madre tierra.
Otro tanto pasa con su definición de izquierda. A esta endilga no haber «demostrado en las últimas décadas tener la legitimidad, la claridad o la capacidad de movilizar voto y elaborar un discurso ilusionante». Ello correctamente describe a la exigua e incompetente izquierda partidaria, pero desestima algo obvio. Si hablamos de política popular, de progresismo y de afán de cambio, aquí ya hay una izquierda vibrante, organizada y demostradamente capaz de convocar decenas y hasta centenas de miles de seguidores en pie de marcha. Y no me refiero a la izquierda mestiza, de intelectuales y clasemedieros que gustamos de aderezar la pizza con teoría política en coquetos bares del nuevo viejo centro de la ciudad de Guatemala.
Aquí izquierda se llama movimiento indígena porque las muy europeas categorías de un viejo Parlamento francés sirven mal para describir las prácticas y prescribir las soluciones. Sin embargo y visto con detenimiento, tienen mucho en común un líder indígena en Huehuetenango con un sindicalista de hueso colorado en el Manchester de 1933: manos ajadas, redes extensas construidas poco a poco, persistencia de hierro, conservadurismo cultural y desconfianza visceral y bien fundada hacia las élites. Si esta gente no gana elecciones no es por poco clara, por incapaz de movilizar seguidores o por faltarle un discurso que ilusione. Si no ganan elecciones es por la resistencia continua, taimada y frecuentemente violenta de la élite, por el racismo de la clase media urbana. Es por la insistencia en sostener un Estado y unas leyes que deslegitiman sus causas. Es porque se criminaliza a sus líderes apenas se atreven a denunciar la injusticia. No digamos ya a reclamar sus propios intereses.
Entonces comparto la preocupación: urge la postura de nuevas opciones. Pero no es un problema de izquierdas y derechas, que supone que nuestro reto es de teoría política y económica en un marco convencional. Aquí no encontraremos una salida en la derecha por liberal-conservadora, como tampoco la encontraremos en la izquierda por sindicalista. Haering ya lo insinúa en su artículo. Tanto que la crítica en las redes sociales lo empantana con el problema de reconciliar conservadurismo con reforma (¿cuánta reforma puede tolerar un conservador sin traicionar los principios seculares y cuánta reforma puede hacer un izquierdista sin traicionar la revolución?).
El reto primario está en otra parte y Haering lo encuentra sin querer cuando señala que «promover reformas es, además de un imperativo estratégico, una obligación moral». Aquí radica el reto para el hijo de la élite, así sea de la derecha tanto como de la izquierda política: que primero hace falta admitir que todas y todos somos dignos, que no hay problema con que pensemos distinto, que destruir al contrincante siempre está mal, que hay soluciones que no nos van a gustar, pero que igual son soluciones, y que no todas las soluciones residen en la élite, esa que nos hizo el mal que somos.
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