Las razones son muchas: la forma como se reanudó —o reeditó— el diálogo (una encerrona de Ortega con sus viejos y entrañables aliados de la empresa privada bajo la sombra del garrote y la zanahoria gringos), su docilidad para aceptar la cláusula de confidencialidad (léase falta de transparencia), su decisión de negociar antes de obtener la liberación de todos los presos políticos (se sienta a dialogar sin siquiera un acuerdo sobre quiénes entran en esa categoría), su representatividad cuestionable (¿qué colectivos están detrás de las figuras que la integran?), la temprana deserción del movimiento campesino, el recuerdo de los pactos del pasado y otros elementos más de una serie extensa de eventos desafortunados.
No descarto que el repudio creciente se nutra también de la íntima convicción que tenemos los nicaragüenses, entre otros bípedos implumes ensoberbecidos del planeta, de que cada uno de nosotros haría un mejor papel en el diálogo que quienes dicen representarnos allí. Así será mientras no se demuestre lo contrario. La desconfianza crece también porque circulan en las redes sospechas sobre los intereses impuros de los aliados: sus egos en expansión, sus carreras políticas, los compromisos de sus asesores, etc. Más que a ninguno de estos factores que no podemos descartar en más de un caso, atribuyo la raíz del repudio a un problema de disonancia cognitiva: la alianza mira la política plana y en blanco y negro, mientras que quienes tomamos un poco más de distancia vemos más dimensiones. Sobre todo, vemos la dimensión teatral de la política.
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En el día a día, la limitación de la alianza se traduce en que solo presta atención al qué: que haya una liberación de los presos políticos, que haya participantes en el diálogo y que haya reglas para ese diálogo. Reglas, es decir, esa famosa hoja de ruta de la que todos los miembros de la alianza hablaron durante un par de semanas para regocijo y productividad de los memeógrafos (fabricantes de memes). Con la certeza de haber dilucidado su FODA (fortalezas, oportunidades, desafíos y amenazas), la alianza se aferró a esa conquista de la hoja de ruta, a la que Ortega puede dar el fin que mejor se acomode a sus intereses y hacerlo en cualquier momento. Para más inri, uno de sus miembros dio las únicas declaraciones que pueden competir con las de Luis Andino: Mario Arana sostuvo que ha visto los expedientes de los presos y sabe por eso que debe distinguirse entre unos y otros casos y que la liberación no puede producirse en bloque. Enfundado en una imaginaria y autoconcedida toga de magistrado, Arana distinguió entre presos políticos liberables y no liberables.
Desde la platea, muchos espectadores del diálogo vemos el teatro de la política. En el teatro no solo importa el qué, sino también el cómo: el escenario, el tono de la voz, los decibelios, los ademanes, el ornato, los tiempos y la construcción de los personajes. En el teatro de la política importa cómo se libera a los presos políticos: a cuentagotas, a capricho de Ortega, simulando que el nuncio es motor que propulsa las liberaciones y, finalmente, haciendo salir de la cárcel La Modelo un bus que iba cargado de empleados del sistema penitenciario como una burla al pueblo expectante que los vitoreó creyendo que eran presos recién excarcelados. Hay miles de mensajes cifrados en todos los elementos que incluyó el cómo. Como mínimo, se establece quién manda, quién es el superhéroe y quiénes reciben un alegrón de burro.
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En el teatro de la política importa no solo que la Iglesia esté presente entre los negociadores, sino cómo está representada. La permanencia del nuncio con la ausencia de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, que se retiró después de que el gobierno de Ortega rechazó la participación en la mesa del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, significa que un sector de la jerarquía —el que tiene línea directa con el Vaticano— accede a que Ortega ordene a la carta a sus interlocutores. Lo mismo implica la selección del representante de la OEA. Las dos instituciones más fuertes en el diálogo están representadas allí por gente que al parecer tiene conexiones cósmicas con Ortega.
Todos estos son los elementos de un drama político en el que Ortega sigue siendo el guionista principal. Desde la platea se aprecia todo el teatro. Sobre el escenario, la alianza no lo ve, pero lo protagoniza y se convierte por ello en uno de los personajes que Ortega usa para enviar sus mensajes. Todos los elementos del teatro están presentes en las caricaturas de Pedro Xavier Molina. Si la alianza quiere abandonar la visión bidimensional de la política, debería estudiar esos análisis plasmados en forma gráfica y amasados con el material del teatro.
Cuando la alianza es negligente o está renuente a hacer este aprendizaje, da pábulo a la construcción de falsas dicotomías, como la que pinta una oposición dividida entre los gritones cabezas calientes que quieren la liberación inmediata de los presos políticos y los sensatos que aceptan los plazos razonables que Ortega, un paladín del Estado de derecho, pide para que todos los casos sean tramitados con el rigor que exige la ley. Esa encrucijada no existe. La única que existe es liberación de los presos políticos o prestarse al juego de Ortega, un juego teatral que va creando falsos superhéroes a conveniencia de su guion y del desenlace fatal con que busca el clímax de esta tragedia. Quienes no visualizan el teatro de la política están condenados a escenificarlo como involuntarias marionetas. En contraste, quienes se niegan a seguirle el juego a la dictadura, como hizo Kenia Gutiérrez al rechazar la excarcelación que el régimen les ofreció a ella y a otros 50 presos políticos el pasado 15 de marzo, irrumpen en la política con su propio guion, desbaratan el libreto dictatorial, asumen un protagonismo inesperado y se convierten en esos personajes símbolo ante los que el poder se estremece con estertores agónicos.
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