Quienes siembran pánico o promueven conductas incorrectas al tergiversar o falsear realidades a través de las redes sociales acostumbran viralizar, palabrita que en el nombre lleva la mala intención, pues causa la enfermedad de la desinformación introduciéndose cual parásito en una célula (hecho) para reproducirse.
La comunicación es, sin duda, el gran apoyo de la humanidad, ya que de la mano de ella ha generado desarrollo gracias a innovaciones y continuas mejoras en la vida diaria.
En la historia ha habido por lo menos 25 saltos cualitativos a partir del lenguaje gestual de los Homos habilis, erectus y sapiens hasta llegar a entre finales de los años 60 y la segunda parte de los 90 del siglo pasado, cuando se implantó la Red Informática Mundial, o triple doble ve, por sus siglas en inglés.
Pinturas rupestres, palomas mensajeras, juglares, señales de humo, el periódico, el teléfono, la radio y la televisión son postales que muestran cómo el ser humano se ha esforzado para comunicarse, y hoy asistimos al concierto de las redes que dominan las relaciones de la gente.
Facebook (2004), YouTube (2005), Twitter (2006), WhatsApp (2009) e Instagram (2010) son los referentes principales de un fenómeno que empezó en 1971 con el envío del primer correo electrónico. Y la lista crece porque el sistema segmenta, seduce, cautiva y fideliza.
Hoy por hoy las redes sociales imponen la velocidad y descartan aspectos igual de relevantes, postura equivocada porque no todo depende de la rapidez. Si hablamos de las competencias deportivas, también pesan lo más fuerte y lo más alto y, en otros ámbitos, pensar antes de actuar, analizar escenarios e ideas que se sintetizan en «no por mucho madrugar amanece más temprano».
Y es que quien emite un mensaje debe ser consciente de que entrar en el ciberespacio rompe las distancias y supera barreras, ya que lo comunicado «corre, vuela, acelera y se multiplica». Así, es lamentable que la infodemia penetre la mente casi sin resistencia y haga del sentido común el menos común de los sentidos.
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Merece apuntarse que la comunicación es un acto de responsabilidad y tiene sus particularidades, como las diferentes actividades de las personas, entre ellas las leyes, las ciencias y los oficios. Por ejemplo, cuando incursionamos en el terreno profesional, la comunicación suele tener apellido: periodística, publicitaria, comercial, política y estratégica, por citar unas.
No fue casualidad que durante seis siglos los medios periodísticos, impresos al inicio, radiofónicos después y luego televisivos, mantuvieran el control de la información masiva, a veces para bien, a veces para mal. Ahora han perdido esa potestad y, mientras mueren o se reinventan, la situación es que desde las redes sociales cualquiera informa o desinforma.
Con la crisis de la pandemia del coronavirus (covid-19) ha sido múltiple la producción de bulos. Esparcir falsedades es la técnica, muy ruda por cierto, que se burla de decenas, centenas y hasta miles de personas. Lo increíble es que muchas veces la sociedad ha tenido acceso a la versión real, pero pone atención al rumor y al infundio.
A iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés), periodistas analizaron el panorama y convergieron en que la desinformación no es un fenómeno nuevo, pero sí son inéditas la velocidad y la amplitud con que en estos tiempos se propaga.
Vacunarse contra la desinformación es una necesidad, como también contra la ansiedad, ese impulso que afecta a quien comparte de inmediato un mensaje sin antes leerlo, escucharlo y verificar si el contenido y la fuente de origen están sustentados, es decir, si exponen indiscutida credibilidad.
Otro reflejo que debe evitar quien no es periodista responsable, pero juega a dar primicias, es mantener el índice en el botón de enviar cuando participa en una reunión cerrada y anticipa a sus seguidores cada decisión tomada, con lo cual solo estimula reacciones precipitadas porque afuera se enteran del qué, mas no del cómo, del cuándo ni del porqué.
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