Se hizo de la educación, la economía, la religión y la justicia otros feudos de poder para el continuismo de las élites coloniales y su narrativa eurocéntrica: enclaves coloniales reinventados sobre la base del racismo para su perpetuación e insertados en territorios ajenos.
Ese racismo, basado en la blancura y la superioridad como dogmas, es el que opera cual racismo líquido (parafraseando a Zygmunt Bauman) que se infiltra en toda la sociedad, en territorios, en instituciones, en imaginarios, en sentimientos, en leyes, en acciones y en todos los tiempos para articular esos feudos de poder. Racismo que permite, por medio de la solidaridad racista, amalgamar los enclaves coloniales y actuar al unísono en su misión colonizadora, pero no como Estado en el sentido estricto del concepto.
Enclaves mentales y materiales: espacios cerrados que solo se abren para proyectar la dominación y la explotación a los colonizados (indígenas y ladinos/mestizos), ahondar diferencias y desigualdades y mantener lejos a los otros: los innombrables en la historia, los excluidos del desarrollo y de la modernidad impulsados por y para los dueños de los enclaves.
«Dentro de la cuestión del poder, estudiada por una cantidad inconmensurable de autores, las entidades políticas han sido abordadas como demarcaciones de potestad territorial por medio de las categorías analíticas de obediencia y mando, abrevadas desde varias fuentes sesgadas por la hegemonía eurocéntrica» (Julián Hernández, Estado y colonialidad del poder en los territorios latinoamericanos, 2020).
El discurso dominante —el único que se escucha— justifica el falso destino manifiesto de los venidos del otro lado del mar.
Ejemplo reciente de ese racismo que se extiende a todos los niveles son las declaraciones del presidente argentino, Alberto Fernández, que dijo públicamente: «Los mexicanos salieron de los indios. Los brasileños salieron de la selva. Pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos». Esa negación de los pueblos ancestrales como parte del Estado se hace sobre bases falsas y aires de superioridad racial, ya que Argentina cuenta con 38 naciones indígenas con personería jurídica que siguen resistiendo y con 19 idiomas que se siguen hablando en diferentes provincias.
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Otro intelectual argentino, José Ingenieros, planteaba la idea de una raza argentina que era perfectamente blanca y europea. Buena parte de la sociedad eligió creer en ese mito, al igual que en Guatemala. Ir a contracorriente de la realidad es propio del colonialismo, pues un estudio publicado por el diario El País en 2016 señala que unos expertos de la Universidad de Buenos Aires hicieron en 2014 un mapa genético de Argentina y revelaron que el 56 % de los argentinos tienen un antepasado indígena, un linaje parcial o totalmente indígena, y que el resto de la población es de origen mayoritariamente europeo. «Lo que queda al descubierto es que no somos tan europeos como creemos ser», dice Daniel Corach, profesor de Genética y Biología Molecular e investigador del Conicet.
El premio nobel de literatura guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, escribió en 1923, en su tesis de abogado de la USAC, titulada El problema social del indio, lo siguiente: «El indio es el prototipo del hombre antihigiénico. Prueba de ello es la facilidad con que se propagan las enfermedades entre sus congéneres […] El estancamiento en que se encuentra la raza indígena, su inmoralidad, su inacción, su rudo modo de pensar tienen orígenes en la falta de corriente sanguínea que la impulse con vigoroso anhelo hacia el progreso».
El racismo, fundamento y parte medular de los enclaves epistémicos, es lo que ha hecho de nuestros países latinoamericanos realidades de atraso, desigualdad, injusticia, inmoralidad, corrupción; donde la élite blanca, la oligarquía, controla y articula esos feudos de poder material y subjetivo. ¡Y aún está vigente!
Por lo tanto, no ha habido Estado, solo los enclaves formales e informales articulados en redes polivalentes de dominación y de subordinación. Desde mi punto de vista, a cada enclave de dominación le corresponde uno de intermediación, de dominación y de subordinación que marca lo complejo de la descolonización, necesaria para un pluridesarrollo justo y democrático para los pueblos ancestrales.
Los avances intelectuales, materiales, organizativos, y las narrativas más objetivas de los pueblos marcan la ruta para abatir, tarde o temprano, el colonialismo y la colonialidad.
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