Tras una hora de camino estoy en el sitio. Había quedado con los enterradores en el Cementerio municipal. Era un espacio bien cuidado, con muchas tumbas en filas como largos trozos de cemento en forma rectangular. Sin embargo, me notificaron que no podrían acompañarme. Estaban todos atareados. Ni uno libre.
Aquello suponía un obstáculo, sin ellos tenía que buscar quién excavara. Tuve que arreglármelas y antes de llegar, hablé con los líderes de la comunidad donde estoy ahora; me dijeron que conseguirían a alguien.
Es cerca del medio día. Me tomó cerca de una hora y veinte llegar desde la cabecera municipal. Incluyendo ese tramo de carretera en el que nos topamos con el cadáver de un caballo recién atropellado. La cabeza estaba descolocada del cuerpo, supongo que fue un camión. El color carmesí de su carne contrastando con el gris del asfalto y su larga piel café, cubriendo un cuerpo que se volvía rígido. Lo vivo del color de su sangre. La carne expuesta. Las montañas arboladas atestiguando ese espectáculo violento; pero también hermoso, como cada muerte de una bestia que alguna vez fue feroz.
Cae una llovizna sobre el camino, que es una mezcla de tierra gris y rocas. Primero es de asfalto y luego el trecho más largo atraviesa las montañas, sobre una terracería cuidada, que escala frente a las pocas casas que surgen entre las siembras.
La llovizna hace que todo se enfríe. Es un bosque, sin señal de tener a la vista el cementerio a pesar de que los hombres insisten en que llegamos. Estiro las piernas y salgo del auto. A mi lado, un trabajador del centro de salud toma la tarea de servir de intérprete a mi discurso. Me siento tan inútil al no hablar su idioma.
Les estoy explicando a un grupo de pobladores el por qué debo exhumar los restos de un recién nacido. Estoy en medio de un bosque inmenso en el que las gotas de llovizna muy fina no dejan de caer, convenciéndolos de mis motivos para sacar el cadáver de un niño de la tierra. Tengo la percepción que de pronto me trasladé a una ficción inglesa del siglo XIX y aquí lo gótico fueran las copas de los pinos meciéndose como catedrales que no dejan de llorar.
Cuido mis gestos, cada palabra. Sé bien que una autoridad gubernamental como la que represento no tiene legitimidad y lo acepto. Ellos son la autoridad en este sitio que está al abandono de cualquier gobierno. Me presentan al comité de vecinos encargados del cementerio, entienden mis razones, solo me falta por convencer a una persona: al padre del niño enterrado.
Le explico el caso. Es un muchacho muy joven, vestido con una camisa muy elegante, con los ojos grandes y negros que a veces parecen perderse en un recuerdo cuando le hablo del pasado. Lo medita un momento mirando la tierra. Luego dice que puedo hacerlo, que me da permiso.
Entonces nos lleva a donde está la tumba y se dirige de inmediato hacia un estrecho camino que sube una colina. Llovizna, el suelo está resbaloso. Está todo el sitio de un verde muy espeso, con muchas flores diminutas que brotaban del suelo.
La cuesta se fue inclinando hasta que llegamos a un claro, donde el hombre se detuvo. Empezó a mirar la maleza. Ahí no hay ni cruces ni lápidas, sino flores creciendo sobre el monte. El hombre desenvainó el machete y comenzó a limpiar la tierra. Señaló un lugar como el sitio donde su hijo estaba enterrado y para mi sorpresa, pidió una pala y empezó a excavar una fosa él mismo.
La gente formó un círculo a su alrededor mirándole cavar. Poco a poco el cúmulo de tierra va creciendo, volviéndose un derrame lodo que con la lluvia se escurre por la colina. Sigue haciendo un día gris. ¿Dejará de lloviznar alguna vez? Parece que no. Es mediodía y en este sitio parece que siempre está cerca la noche, como una amenaza leve, un abrazo que siempre está por ser dado con unos brazos muy anchos que todo lo toman.
Nunca cesa el agua. De hecho, comienza a llover y estoy bajo el aguacero con un pequeño paraguas al que se le cuela el agua, cuidando que el acta no se moje mientras el hombre sigue cavando buscando a su hijo.
Yo no tendría ese valor. No tengo la fuerza, ni siquiera sé cavar una zanja o sembrar algo que voy a comer. Seguro él mismo lo enterró. Acá la tierra y la gente tienen una relación que desconozco como su idioma que parece dar brinquitos en sus lenguas como el agua sobre las hojas de los árboles.
La fosa está muy honda. Sale vaho de la tierra y el hombre está lleno de lodo. A veces limpia el machete o sus manos con la hierba. Huele a flores recién cortadas y a humedad. La gente le ofrece auxilio, pero él se ha negado todas las veces diciendo que él mismo encontrará a su hijo.
Pero ahí donde está cavando no lo encuentra. Se detiene, recostando su barbilla sobre sus manos colocadas una sobre otra en el extremo del mango de su pala, incrustada en la tierra, mira el suelo como recordando dónde pudo haber enterrado al niño.
Decide salir de la fosa. Sigue el aguacero. Se escucha un río caudaloso que no se logra ver. El padre del hombre ha llegado con una pala y comienza a excavar otro hoyo al lado del que ya está hecho, donde tampoco encuentran nada. Aquello parece no tener fin. Los niños curiosos a veces llegan pero los ancianos les mandan a sus casas. No quieren que vean al cadáver cuando aparezca, si es que aparece.
Cuesta moverse en esta montaña. Está muy inclinada y cada vez que decido cambiar de sitio lo hago muy lento. Uno de los niños que pasó corriendo colina abajo, se fue de bruces. Volteó de inmediato hacia nosotros con una sonrisa de sorpresa, se levantó y siguió corriendo.
Cesa un poco la lluvia, en la segunda fosa tampoco está la caja. No tengo señal de teléfono, estoy perdido en medio de la nada. No sé si seguirán cavando. Al parecer sí. Toman una pausa y la gente habla con el hombre. Me ve y también a mi equipo, luego dice algo en su idioma y todos se echan a reír. Entiendo que es de mí de quién se ríen: tienen cierta razón, fui yo quien llegó a meterlos en ese aprieto. El niño lleva seis años enterrado.
Finalmente se posicionan sobre el camino de tierra por el que corren los niños y deciden cavar ahí mismo. Cavan, cavan y cavan. El padre sigue. Es una postal muy triste ver cómo abre la tierra para buscar a su hijo pero entiendo que él así lo ha querido. Finalmente acepta la ayuda de sus hermanos.
De pronto, mientras excavan, un sonido grave se escucha al toque de la pala. Es la caja de madera. En este momento luego de dos horas, la solemnidad inicial se ha perdido y parece un ambiente menos tenso. El hombre sale de la fosa y nos deja ver la caja. Por fin sale a la superficie con ella. Es tan pequeña, cubierta de ese lodo.
El hombre recuerda que su hijo tenía una manta azul cuando lo enterró. Solo recuerda eso. Las manos del hombre fuera de la fosa, sus brazos, su cuerpo completo, están cubiertos de una capa de tierra que se adhiere como una nueva piel amarillenta.
Abren la caja con un machete y vemos una manta, cierto, con un grupo de huesos diminutos en buen estado. Los osos de colores que antes estaban en la manta, adheridos a la madera en el interior del féretro.
La gente curiosa se acerca a mirar. Los técnicos revisan el cadáver y sacan las muestras por las que íbamos. Los hombres están satisfechos que ya no tendrán que seguir cavando. Hay una sensación de alivio general, mientras la llovizna cede por un momento y hay un sol que calienta la tarde.
Los hombres devuelven la caja con los restos y la tierra a las fosas. La montaña parece volver a su estado. Me despido de la gente y bajo con cuidado la montaña, para subir al auto y buscar el largo camino de vuelta al hotel.
Dentro del auto, el intérprete me explica que sí se reían de mí, que decían que me harían cavar a mí la fosa, pero que les provocó risa la idea. A mí también, para ser honestos.
Dos pequeños fémures de no más de veinte centímetros se colocan en un trasto plástico transparente, quedan en resguardo de los peritos y nosotros avanzamos mientras algunos niños que estaban en las calles de la aldea salen a correr al lado del auto, agitando sus manos en señal de despedida. Los saludo brevemente. Una anciana en el pórtico de su casa nos ve pasar, sin quitarnos la mirada ni hacer un gesto más que girar su cabeza al ritmo de nuestro auto.
Campos de árboles y de milpa empiezan a volver. No tengo idea de cómo haré para estar en el hotel, con suerte esta misma noche en casa, y creer que todo esto fue real. ¿Lo fue? Las manos del hombre buscando que la tierra le devolviera a su hijo, el vaho saliendo de la fosa como si fuera el largo aliento de una bestia bajo la lluvia, el aguacero que no cesaba.
Es un largo camino a casa. Muy largo. Tendré que escribir lo que atestigué para poder dejarlo atrás. Es la única manera que conozco de sembrar algo sobre un río esperando que se lo trague el mar.
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