Después de un calentamiento corto, todos los niños toman sus sitios y yo me acomodo en uno de los graderíos del diamante. Es una mañana hermosa. Los otros padres también toman sus lugares y algunos se apuestan contra la malla que separa las gradas del campo. Comienza el partido.
En el campeonato pasado, acompañando a mi hijo, tuve ciertos inconvenientes para adaptarme al mundo de los padres de sus amigos. Sobre todo, cuando el campeonato iba avanzando y se acercaban más a la final.
Recuerdo aquél sábado en el que en esta misma cancha, los nuestros iban perdiendo por una carrera. Uno de los padres, un tipo más o menos de mi edad, se aferraba con todas sus fuerzas a la malla, agitándola violentamente, mientras le gritaba a su hijo: “TE DIGO QUE NO DEJES PASAR NINGUNA BOLA, POR LA GRAN DIABLA, ¡QUÉ TE PASA!”
El niño lo veía con miedo. Sí, eso era, la mayoría de los padres gritaban como salvajes a sus hijos que entonces tendrían cinco años. Apenas podían agarrar el bate con fuerzas pero sus padres querían que fuesen el pelotero del siglo. Yo vi llorar a algunos niños cuando se ponchaban y realmente me pareció una pena que no disfrutaran del juego.
Sobre todo cuando veo a mi hijo. Es zurdo y al inicio el entrenador había pasado por alto el detalle y le enseñó a lanzar con la derecha. Así que, cuando tomó un hit, de la emoción, no sabía con qué mano devolverla y en vez de tirar la pelota, lanzó el guante. Al darse cuenta, lanzó la bola y de inmediato le entró un ataque de risa. A mí también. Pero no pasó con los otros padres, a quienes desde acá saludo y recuerdo mirándome con un gesto de desaprobación.
Para tranquilidad mía, este era un sábado distinto. Mi hijo estaba teniendo un partido feliz. Mientras pasaban los hits y las carreras, me puse a mirar las noticias. La sentencia en el caso de las Dos Erres era la que me interesaba. Primero porque como Fiscal es un caso difícil. Luego, porque como país es importante el reconocer la verdad de lo que pasó entonces.
Los procesados han sido condenados a penas que no bajan de los seis mil años. Parece una broma, lo sé. Pero es que se les ha impuesto una condena por cada persona asesinada, así que si la máxima por víctima es de cincuenta años, calcule usted cuántas muertes tendrán en su haber.
Pero el punto al que me llevaban las noticias no era ese. Digamos, estos tipos, capaces de producir tal horror e infligir tanta violencia sobre sus semejantes, ¿qué los motiva? Creo que la situación es bastante compleja de resolver.
Primero porque involucra un ambiente político polarizado, de suma tensión. Añadamos a eso un entrenamiento bajo una hostilidad absoluta y tendremos frente a nosotros la puerta hacia la oscuridad.
El problema es que la oscuridad también es global. Hace unos días se hizo pública una masacre ocurrida en Kabul a manos de un soldado estadounidense. Con idéntico actuar al de los condenados por la masacre en las Dos Erres.
Pero vaya, regresemos del lejano oriente y volvamos a la Libertad. Vaya nombre para un sitio donde ha corrido tanta sangre. Fue ahí donde decapitaron a veintisiete campesinos en un crimen relacionado al parecer con el Narcotráfico, pero el procesado resulta que también perteneció a las fuerzas especiales que participaron en las Dos Erres.
Aquí el quid del asunto. Hemos diseñado plataformas para convertir a individuos selectos en una especie de élite violenta. Y se les ha asignado un fin noble: resguardar la soberanía del país. Es decir, en la lucha natural por el territorio y los recursos que cualquier especie sostiene, ellos son los asignados para la defensa y ataque.
El entrenamiento es famoso por su hostilidad. Recuerdo que cuando era niño, vi en la televisión que mordían gallinas a modo de sobrevivencia. Pero eso no era nada. Era muchísimo peor. Todo parecía basarse en que entre más se restrinjan los derechos del individuo el umbral de su agresividad se extiende. A tal punto, que como los que participaron de la masacre de los veintisiete campesinos, aún fuera de un conflicto armado, tienen la necesidad de la sangre.
Y claro, es que el poder los ha vuelto adictos. No imagino cómo será haber estado en Kabul y luego volver a un apacible pueblo de Utah, por ejemplo. Cómo te adaptas con tal horror que llevas, a un sitio donde prácticamente no pasa nada. O cómo vuelves y te conviertes en un empleado con un jefe un tanto abusador sin que eso te regrese a la violencia.
Terrible. Pero regreso al partido porque mi hijo conectó un hit y lo veo correr hacia primera con todo. Me levanto y lo aplaudo. Esta vez no vino la hinchada salvaje. Me alegra. Ellos me recuerdan lo mal que podemos tomarnos las cosas.
No se permiten un fallo, viven en un ambiente de total rigidez. Y esa rigidez se incrementa sobre sus hijos. Los presionan para tener cada vez más. Es como si les naciera un apetito voraz por el éxito. Pero al final de cuentas ¿de qué va el triunfo? No imagino a esta gente de anciana, cuando se entere que todos sus logros se desvanecerán con la muerte.
Ese es un grave problema. Quitar la vista de lo importante y creer que el desarrollo es empujarnos a más y más, sin parar. Sin darnos cuenta que esa presión nos hace olvidarnos de todo, de darnos el chance de la felicidad, de mirar que hay otros sobre los que hemos pasado para satisfacer ese apetito voraz por sobresalir.
Pero henos aquí, tratando de superar también eso. El partido se acaba y todos parecen estar felices. Incluso algunos niños prestaron sus guantes al equipo contrario porque los habían olvidado o no tenían. Y todos pasan dándose la mano al final, con una sonrisa inmensa.
Este gesto, que debería ser el más aplaudido por la hinchada violenta, pasa desapercibido. Pero así son las cosas en esta cancha. Nadie querrá hablar de Kabul o la Libertad. Es demasiado sangriento para su sábado. No hay tiempo. Es sábado y tenemos que hacer lo que sea por sobresalir.
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