Se analizan valores nominales: es común encontrar gráficas con la trayectoria del gasto, de los ingresos públicos y de la deuda en valores nominales, los cuales, por lógica, muestran una tendencia creciente y crecimiento significativo. Estas gráficas envían el mensaje de que el Gobierno está en crecimiento continuo, lo que no necesariamente es cierto, dado que los valores fiscales están influenciados por el aumento de los precios. Imagine el lector que el gasto público creció de 100 a 105, y luego a 107 en tres años, pero durante ese período la inflación, medida por el aumento del índice de precios al consumidor, fue de 6 % el segundo año y 3 % el tercero. En este ejemplo, el gasto público en términos reales realmente pasó de 100 a 99.1, y luego a 98.0, es decir, en realidad perdió 2 % de su volumen real en dos años, en lugar de crecer 7.0 %, como lo muestran los datos nominales.
El análisis nominal es correcto para efectos contables, pero inapropiado para efectos de evaluación de política fiscal y de finanzas públicas. Para evitar este error, el análisis debe hacerse en valores reales o, como mínimo, en términos del PIB.
No se evalúan resultados y productos: algunos de los análisis hacen referencia a los recortes o aumentos nominales en las asignaciones a determinados programas o ministerios, señalando su pertinencia o no. Esta evaluación puede ser correcta, si el programa o el ministerio está teniendo resultados en beneficio de la población o, por lo menos, está reportando productos que se estiman causan un efecto positivo. Por ejemplo, si un programa destinado a mejorar la nutrición infantil que el año pasado logró reducir en 2 % la desnutrición, o por lo menos se sabe que atendió a 100,000 niños, sufre un recorte presupuestario y el propósito del Estado sigue siendo combatir la desnutrición, el recorte es criticable… pero y ¿qué pasa si el programa, a pesar de la asignación monetaria, no tiene resultados tangibles? El problema es presumir que, por definición, los recortes a determinados programas o ministerios son buenos o malos, por lo que la evaluación debe hacerse a partir del bienestar para la población.
Satanizar el gasto en funcionamiento: diversos analistas comentan en forma axiomática que el Estado debe propiciar una disminución del gasto corriente o de funcionamiento, para habilitar espacios para invertir. Este razonamiento tiene dos errores; primero, el gasto de funcionamiento bien utilizado es el que caracteriza el trabajo del sector público, por lo que no debe recortarse, a menos que esté causando bienestar a la población. Segundo, olvidar que un aumento en la inversión en el corto plazo, implica necesariamente que en el futuro habrá que incrementar el gasto en funcionamiento para preservar la calidad de los bienes y servicios públicos.
Partir del supuesto de que la deuda es mala: la contratación de deuda deriva de un análisis intertemporal de los agentes económicos, que es diferente en cada sujeto. Es difícil que alguien con preferencia por el futuro comprenda la contratación de deuda. Para evaluar la pertinencia del endeudamiento debe analizarse su relación de beneficio-costo, por lo que, además de otros criterios de sostenibilidad y de suficiencia fiscal, la contratación de deuda pública podrá ser beneficiosa para la sociedad, si los valores contratados producirán un mejor nivel de vida, una mayor productividad de los factores, o mayor desarrollo nacional.
Suponer que la lógica del razonamiento de una familia es igual para el Estado: aunque en cierta forma los fundamentos teóricos de las decisiones de los agentes económicos son comunes, no son exactamente iguales para un Estado que dispone de vida infinita y un mecanismo de protección, creación y reproducción ampliada de las rentas de los agentes que viven en él. Una familia dispone de vida finita y condiciones productivas relativamente constantes. Así, no se puede evaluar igual la pertinencia, por ejemplo, de la construcción de una nueva habitación en una familia, que representa una erogación que sus miembros hacen dentro de su vida productiva finita y no implicará cambios en su capacidad productiva en el corto plazo, que la construcción de una carretera pública, que dispone de un período de cumplimiento más largo, y que producirá un incremento de las rentas y de la riqueza de la población en el corto plazo, que debiera producir un pago más rápido de la obligación contraída.
Desconocer la metodología de planificación fiscal: la metodología tradicional de planificación sugiere que el Estado debe definir los objetivos de desarrollo y, a partir de ellos, designar las brechas de recursos financieros, es decir, cada dependencia pública debe planificar cómo lograr los resultados esperados, y el presupuesto es una herramienta de asignación de los recursos necesarios. Este es el fundamento general de la metodología denominada de planificación hacia arriba.
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Lamentablemente, en las sociedades centroamericanas desde hace algún tiempo la metodología de planificación fiscal es la denominada «desde arriba». Con el objetivo primario de garantizar la sostenibilidad de la deuda en consonancia con el inflation targeting o la estabilidad cambiaria, los Estados definen el monto máximo del déficit fiscal permisible para el presupuesto, lo que al sumarle la recaudación esperada da a conocer el techo de recursos máximo para distribuir entre las diferentes dependencias públicas, lo que se hará a partir de los valores ejecutados en los años previos, por lo que, la planificación de los nuevos programas depende de la disponibilidad de recursos y no de los objetivos sociales. En este entorno, las audiencias públicas para discutir las asignaciones en el presupuesto, únicamente logran cambios cosméticos.
Partir del supuesto de que debe promoverse la austeridad pública: los Estados se organizan para atender las necesidades de su población, y, por lo tanto, los gastos públicos deben crear las condiciones socioeconómicas apropiadas y los tributos a financiarlo. Por ello, el tamaño esperado del Estado, no debe ser, por definición, ni pequeño ni grande, sino el adecuado para atender los requerimientos de la población o, por lo menos, los objetivos de política.
Ignorar que la verdadera manifestación de ciudadanía y de solidaridad social es el pago de tributos: el alcance de las funciones públicas está supeditado a la contribución de su población, que, por medio del pago de sus tributos, manifiesta hasta dónde desea que lleguen dichas funciones y el nivel de solidaridad que desea. Por ello, aunque en la construcción de los Estados de Bienestar modernos se persiga atender los derechos de la población, el propósito no puede lograrse en una sociedad en la que la población no está dispuesta a pagar un poco más por el suministro de bienes y servicios públicos. Cuando el pago de tributos es muy limitado en el largo plazo, incluso asociado al manejo inapropiado de los recursos, puede ser una señal para que los sectores políticos y sociales revisen el planteamiento filosófico y constitucional.
El análisis del presupuesto debe empezar por evaluar si responde a la planificación de mediano y largo plazo. Si es divergente quiere decir que el Estado apunta en otra dirección a lo teóricamente deseado por la población, lo que puede ser resultado de una desalineación de la filosofía de los gobernantes actuales con el mandato constitucional, o de la propia Constitución con la decisión popular, y en muchos casos, simplemente derivado de un hartazgo por el mal uso de los recursos. Por ello, la evaluación del presupuesto debe abarcar más de un simple ejercicio de sube y baja, o de aplicación de visiones preestablecidas. Debe ser un momento de reflexión para identificar si la sociedad, y su Estado, caminan por la senda correcta.
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