El arte conceptual, que surge en el mundo occidental en el siglo XX, transformó de manera radical la forma en que nos aproximamos al arte. Ese objeto o imagen antes nos mostraba de frente, al menos aparentemente, lo que nos quería mostrar. No había trucos y la interpretación parecía sencilla. El arte conceptual, en cambio, nos enseña a ir más allá de la contemplación de lo que tenemos enfrente. Nos hace preguntarnos qué significa que este objeto o imagen esté aquí o sea mostrado de esta manera. O, como sugiere Judith Butler, trasladando esa actitud a la representación en general de algo en cualquier medio: «Tenemos que preguntarnos en función de qué narrativa fueron movilizadas estas imágenes» [1]. Estas preguntas son necesarias en el mundo del arte actual, pues el significado o contenido de la obra ya no radica en el objeto, sino en el proceso que dio paso a este, en lo que su mera existencia implica. La idea clave aquí es ese ver detrás de, pues tanto en la presencia como en la ausencia de algo podemos encontrar significado y ese significado puede guiarnos de maneras inesperadas, incluso traer revelaciones.
Los seres humanos evolucionamos como seres comunitarios y tenemos la habilidad de comportarnos socialmente, más allá de la mera autopreservación que caracteriza a algunas especies. No obstante, no siempre nos guía una actitud empática o abierta hacia otros, sobre todo si esas personas se encuentran a cierta distancia (física o culturalmente). Esto tiene que ver con un aspecto descriptivo de nuestra naturaleza: así funciona nuestro cerebro, y la cercanía es necesaria para que el comportamiento prosocial se active.
Desde un punto de vista filosófico, la cercanía del otro acarrea una demanda ética. Esta cercanía es el reconocimiento de esa persona que no pertenece a nuestro mundo. En este aspecto, no nos encontramos ya solo en el terreno de lo descriptivo, sino también en el de lo normativo —el otro me interpela y no puedo ignorarlo—. Este tipo de proximidad implanta una obligación ética con todo aquel que no pertenece a una comunidad reconocible, como seres interdependientes. El egoísmo sería, por el contrario, la derrota de la ética.
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Las redes sociales —esos gigantescos monopolios multinacionales— profundizan tendencias automáticas que en general van en contra de la sociabilidad. Se nos cubre y se encubre a los demás, lo cual nos deshumaniza. Nos guiamos por la «simple irreflexión». Nos instrumentalizamos a nosotros mismos construyendo una falsa identidad, evitando un acercamiento real. Los algoritmos nos muestran solo el contenido que queremos ver, pero sobre todo el que puede provocarnos indignación y generar enganche. La estrategia de brain hacking, que produce adicción en los usuarios, es clave para el éxito de estos negocios.
En el régimen de las redes sociales está predeterminado lo que podemos o no podemos ver y, de igual manera, sentir, pensar, cuestionar y hacer. Nos relacionamos con el contenido de manera directa: asumimos que son la representación fiel de la realidad, no existe un detrás de. La deshumanización no se da solo por medio de lo que se construye artificialmente, sino también por medio de lo que no se muestra, de lo que no se nombra. El mundo de las redes sociales es un lugar seguro en el que no somos interpelados. Cuando Hannah Arendt habló de la subordinación del individuo en un régimen totalitario, se refirió a ese individuo que solo se deja llevar, irracionalmente, por el mandato de un ente más poderoso que él mismo.
Lo real y lo virtual tienen límites cada vez menos claros. Lo más probable es que se sigan borrando. Así, la cuestión es cómo transformar esos espacios y aprender nuevas estrategias para aproximarnos al contenido, a las imágenes, a los rostros presentes y ausentes; recordar que la tecnología nos determina tanto como nosotros la podemos determinar, sobre todo la manera como se seguirá desarrollando en adelante. Como escribe Judith Butler, hacer crítica para que se nos devuelva a lo humano «allí donde no esperamos hallarlo» [2].
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[1] Butler, J. (2006) Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Argentina: Paidós. Pág. 179.
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