No se trata ya de quién tiene una voz y quién no. El hablar de sí mismo (y el masculino es intencional) está ligado a la propiedad: quien tiene propiedad de sí, y, por lo tanto, derecho a referirse a ello, es el cuerpo normativo. Otres hablan de un nosotros. En nuestras expresiones cotidianas todavía podemos encontrarnos como pluralidad («estamos para servirle», «en lo que podamos ayudarle»). Pensamos que la voz que cuenta es la que habla de sí, participando de la cristalización del individuo. Le hemos atribuido demasiada importancia a la primera persona y, por ende, ha devenido autoritaria (siempre un ejercicio de poder). Mientras, otras voces -voces polifónicas- no han dejado de hablar, de dejar marcas y registros de sus experiencias, de conformar relaciones sin yoes.
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¿Cómo escribir, entonces, acerca de una misma sin que se imponga la violencia del yo? ¿Es posible una autobiografía sin sujeto? ¿Quién habla y acerca de qué? En medio de estas preguntas intento, todavía, escribir en primera persona. Llamémosle experimento. En un taller de escritura que tomé recientemente se planteó el reto de cambiar la persona desde la que usualmente se escribe. En ocasiones anteriores, cuando me he referido a mis experiencias desde el vos, pensaba que la segunda persona me brindaba una distancia lo suficientemente segura para relacionarme con determinadas circunstancias y memorias, y la cercanía necesaria para denotar conocimiento de causa. El experimento me sirvió para darme cuenta de que esa posición solía tener también un tono acusatorio. De manera casi inevitable me decía cosas como: tu torpeza no tiene remedio, o, vos que nunca hiciste las cosas a tiempo, u otra vez te habías equivocado… (Imagino que la preocupación por estos pormenores también está ligada al género. ¿Se cuestiona el Autor la posición desde la que escribe?).
La primera persona me incomoda. No consigo acomodarme ahí, donde la identidad se petrifica y se aferra a un espacio fijo -la condición del sujeto es la sujeción-, como si la localización no consistiera en múltiples rutas, procederes y devenires, conectividad sin jerarquías en constante reconfiguración. Cristina Rivera Garza apunta en Autobiografía del Algodón (2020) que «Pertenecer es habitar». Y habitar es habitar-con, como Rivera Garza lo pone en evidencia a través de sus escrituras geológicas: «capas sobre capas de relación con lenguajes mediados por los cuerpos y experiencias de otro».
No me conformo todavía. Me dispongo a leer autobiografías, específicamente textos autobiográficos escritos por mujeres y disidencias, buscando el nosotres: una autobiografía difractiva, (auto)biografías de la diferencia, de los patrones de diferenciación que hacen insostenible el yo, de las reverberaciones que nos afectan y afectamos, incluidos los «apegos inadecuados» a los que se refiere Vivian Gornick. Lo que sucede entre: la articulación como punto de partida, sin isla desierta, sin soberanía. «¿Cómo no entregarse con devoción a una vida de contrastes tan extremos?» se pregunta Gornick. Quizás esa pregunta sea la respuesta. El yo parece difractarse de alguna manera en estos textos, es un ensamblaje: multitudes haciéndose presentes. Apegos feroces (1987) habla de comunidades, de dinámicas materiales, de la ciudad y sus transformaciones, de miradas que son vistas de vuelta. Y también de riesgos: «Una de las dos va a morir a causa de este apego». Del riesgo que implica no encontrarnos nunca solos/ solas, y de sus posibilidades.
En Memoria de Chica Annie Ernaux (2016) recoge una experiencia que marcó su vida: el verano de 1958. Se asumía sola aunque no lo estuvo nunca «porque esas mujeres, de las que hasta entonces ignoraba incluso el nombre, habían caído a la vez que ella en el desamparo», escribe. Leernos unas a otras también conlleva el darnos cuenta, aún en la aparente soledad de nuestros espacios íntimos, de que la ipseidad es imposible. Nuestras vivencias se perciben menos únicas, el ensimismamiento de quien se siente demasiado seguro de sí mismo (ahí donde habitan las más grandes inseguridades) se disuelve.
Gabriela Wiener muestra en Huaco retrato (2021) que hablar de una misma tiene que ver con hablar de la historia de un colectivo y que ello implica una enorme responsabilidad: no se representa, sino que se participa. «Me acabo de dar cuenta de que le he preguntado a un europeo desconocido qué sabe de mí, qué sabe de nosotros. Y lo peor es que cree saberlo, lo peor es que me ha contestado», escribe. Aún cuando la voz blanca y masculina del Autor ha pretendido contarnos nuestra propia historia, el registro de nuestras relaciones, humanas y más que humanas, es ya parte del tejido de la realidad, son sus meros efectos los que siempre dicen algo.
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