Gilles Deleuze toma el concepto de incomposibilidad de Leibniz, quien habría planteado, con esta idea, una alternativa al problema de los futuros contingentes. Como concepto ontológico, la incomposibilidad se refiere al hecho de que múltiples mundos o realidades son posibles, pero ello implica, necesariamente, que estos sean incompatibles o inconsistentes entre sí. Borges —experto en Leibniz— recoge esta noción en varios cuentos, principalmente en Jardín de senderos que se bifurcan, donde Ts’ui Pen «no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades». No obstante, mientras que Leibniz no consideró el factor tiempo en su planteamiento, Borges sí lo hizo. Deleuze apunta que Borges entendió algo que el filósofo y matemático alemán no. Al considerar la temporalidad, Borges se da cuenta de que los incomposibles forman parte del mismo mundo, que todas las bifurcaciones están contenidas aquí.
Nos encontramos, entonces (y Marco me permite el desvío teórico), ante entrelazamientos que se contradicen pero cuya existencia está constituida por las relaciones entre ellos. Un circuito en el que lo real y lo imaginario se encuentran: se disuelven. Como dice Deleuze, mundos donde el dualismo entre lo verdadero y lo falso son indiscernibles. Es en la incomposibilidad —como aquella entre la vida y la muerte— donde podemos concebir las posibilidades afirmativas de la divergencia y donde surgen oportunidades comunicativas y regenerativas que no requieren de dominio, conocimiento ni aprehensión. Contradicciones vitalistas no reducibles por medio de la lógica o la equivalencia. Ahí, donde la fabulación alcanza la verdad, donde, en las palabras de Vinciane Despret, la memoria es fabulosa. Una memoria que re-anuda el pasado «en formas fabulativas que le den una oportunidad de modificar el futuro del presente que conmemora ese pasado».
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La muerte no se encuentra ya en oposición a la vida sino que es entendida como realidad con otras lógicas, otras inscripciones o escrituras, otro lenguaje, palabras de otros mundos. No se trataría de nombrarla, definirla, traducirla, compararla —la analogía es una tendencia común—. La invitación es a cultivar las relaciones con lo que ya no es y con lo que todavía no es sin traducirlo a lo actual o lo presente, a lo imaginable o lo referencial. Permitirle a otros mundos sus indeterminaciones y sus fluctuaciones para comprometerse con una ética de la relacionalidad sin el reconocimiento o la igualdad como condición. No perseguir ningún tipo de certeza, acuerdo o consenso y, aún así, hacer(nos) comunes, entre desconocidos, entre entrelazamientos incompatibles. Fabular, en cambio, un lugar para el encuentro, hacerle espacio a la diferencia y encontrarnos allí, a mitad de camino. De ahí que el acto de la memoria se inscriba en el régimen de la reciprocidad: también los muertos amenazan con olvidarse de nosotros, los vivos (lo apunta Despret: ellos eran la memoria de lo que hemos sido). Deleuze también dice que quienes habitan en esa falla cronológica se constituyen como memoria del mundo.
Esta es la tarea —el trabajo— que nos dejó Marco al morir, hace un año. Re/generar un lugar justo donde las relaciones con y a partir de su existencia encuentren continuidad. Hacernos, cada vez, dignos de su herencia: asumir el don que dejó y trabajar para que no nos deje atrás a nosotros. En ese sentido, no se trata ya de recordar a alguien o reconocer lo que hizo en un tiempo pasado, sino de seguirle permitiendo su agencia, de otros modos, a partir de lo que su trabajo sigue haciendo. Somos el futuro que le importaba: su ausencia se hace presente aquí y la incomposibilidad de nuestros mundos nos permite acercarnos de renovadas maneras.
Como dice Despret, tiene que ver con «hacer advenir ese futuro y, de ese modo, mantener la presencia viva para quienes reciben sus dones. Y ofrecerle que irradie, poco a poco, hacia los confines de otros mundos». Con Marco —la multiplicidad que sigue deviniendo— nos adentramos en una práctica política heredera de su lucha por la justicia procurando otros modos de vivir juntos —entre mundos incomposibles—. Ahí, donde no hay ausencia, sino donde la presencia se desborda.
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[1] Marco Chivalán Carrillo (Marko Ch'ib'alam) fue un filósofo y antropólogo maya. Obtuvo una Licenciatura en Filosofía (Universidad Rafael Landívar) y una Maestría en Pensamiento Iberoamericano (Universidad Autónoma de Madrid). Al momento de su muerte, el 27 de febrero de 2024, cursaba un doctorado en Historia Social (Universidad de Murcia). Desde la Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales (AVANCSO), se enfocó en el análisis del racismo, sexismo y genocidios en Guatemala. Influido por la crítica queer y el pensamiento maya, se identificaba como marica-k'iche'-feminista. Además, colaboró con el grupo artivista CUIRPOÉTIKAS y la Comunidad de Estudios Mayas.
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