En otra oportunidad expresé que el Estado laico no es en sí mismo la separación de lo religioso del quehacer político, sino la libertad de conciencia, la no discriminación y el trato igualitario de las personas sin distinción de sus diversas creencias y formas de pensar. El artículo 4 de la Declaración Universal de la Laicidad en el Siglo XXI, presentada en el Senado francés en el 2005, expresa: «Definimos la laicidad como la armonización, en diversas coyunturas sociohistóricas y geopolíticas, de los tres principios ya indicados: respeto de la libertad de conciencia y de su práctica individual y colectiva, autonomía de lo político y de la sociedad civil frente a las normas religiosas y filosóficas particulares [y] no discriminación directa o indirecta hacia seres humanos».
En ese sentido, el creciente intento de imponer normas de carácter religioso, como el estudio bíblico obligatorio o la declaración de un día específico como día de la Iglesia evangélica, entre otras, representa una violación del Estado de derecho en relación con el artículo 4 de la Constitución Política de la República, en el cual se regula que en Guatemala «todos los seres humanos son libres e iguales en dignidad y derechos». Y es violatorio también del Estado laico en cuanto a lo que el artículo 36 de la misma Constitución regula: «Toda persona tiene derecho a practicar su religión o creencia […] sin más límites que el orden público y el respeto debido a la dignidad de la jerarquía y a los fieles de otros credos».
Es evidente que, ante la ilegitimidad de muchos actores políticos, presentar iniciativas como las referidas, admitir prácticas religiosas en oficinas estatales, contratar a personas pertenecientes a sus propias Iglesias, decir «Dios bendiga Guatemala» y utilizar indiscriminadamente la palabra bendiciones, entre otras prácticas, lo único que busca es tratar de ganar legitimidad mediante el dogma, pues existe incapacidad técnica y política.
«Quienes defienden los derechos civiles de todo tipo tienen, por lo tanto, la necesidad de recordar de manera permanente a legisladores y a funcionarios públicos que su papel no es el de imponer políticas públicas a partir de sus creencias personales, sino el de llevar a cabo sus funciones de acuerdo con el interés público» (Roberto J. Blancarte).
Con lo dicho, no quiero decir que esté prohibido tener religión o expresar creencias, sino que no puede admitirse que se intente, por vía de legislaciones ordinarias, emitir normas que regulen a todas las personas cuando muchas de ellas no profesan el mismo culto, no comparten el mismo dogma o simplemente, en su libertad de pensamiento, no son creyentes. Creo que esto lo entienden las personas religiosas serias, con estudios teológicos de verdad, y no con aspirantes a líderes religiosos que, en su radicalismo de comprensión, pero no de estudio, desvirtúan los postulados religiosos modernos.
El artículo 9 de la Declaración Universal de la Laicidad en el Siglo XXI establece: «El respeto concreto de la libertad de conciencia y de la no discriminación, así como de la autonomía de lo político y de la sociedad frente a normas particulares, deben aplicarse a los necesarios debates […] relacionados con el cuerpo y la sexualidad, la enfermedad, la muerte, la emancipación de las mujeres, la educación de niños, matrimonios mixtos, la condición de adeptos de minorías religiosas o no religiosas, los no creyentes y aquellos que critican la religión».
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