Debajo de la puerta de entrada de mi apartamento me esperaba la factura de la luz, como una bienvenida poco grata a casa. Venía con un ciento veinte por ciento de incremento en la tarifa. Menos mal vivo sólo. Supongo que las familias se lo estarán pasando peor y mucho más si son de los territorios azotados por la pobreza.
Me senté a revisar mis cuentas de meses anteriores, porque no daba crédito a la suma. Quizá me sentí un poco como mi madre haciendo esas cuentas, lo cierto es que me preocupó. Pensé en ir a reclamar a la compañía, que me expliquen lo del incremento, qué se yo. Hacer algo.
Sin embargo, me tocó salir fuera de la capital toda la semana. Sigo buscando reconstruir la historia de niños a quienes se las borraron y eso me lleva siempre lejos, a sitios donde el olvido parece la única política estatal.
En uno de esos sitios andaba el jueves, lleno de bosques enormes y silentes, cuando ocurrió el incidente en Totonicapán, donde casi una decena de personas perdieron la vida en circunstancias que deben aclararse. Me enteré que protestaban por la luz, por el magisterio y por las modificaciones a la Constitución.
No tuve necesidad de revisar lo que la gente decía al respecto en las redes sociales. Todo parece un guión escrito que sale a repetirse cíclicamente cada vez que hay una tragedia. Es un programa que he visto demasiadas veces en mi vida y en sí, es ya una pérdida enorme para todos.
No sé, el asunto me parece mucho más complejo que tomar dos bandos, como propone el protocolo de la guerra. Por un lado, entiendo las motivaciones de la gente en Totonicapán. Respeto su unidad, que es algo que la capital no tiene y supongo que por eso tampoco entiende. Y aquí es donde se abre el primer abismo: el ciudadano capitalino promedio, estoy seguro que no encuentra simpatía en los bloqueos de carreteras, aeropuertos, etcétera. Aún y cuando él mismo sufre de los problemas por los que la gente protesta.
Esa desconexión es simbólica: los discursos no se funden, sino más bien divergen. Al utilizar este tipo de medidas, cuya motivación entiendo fundada en la desesperación por la invisibilización a la que sistemáticamente son sometidos mis conciudadanos, los manifestantes están alejándose de un potencial aliado: la clase media de la región metropolitana, que se siente más cercana (ilusamente, habrá que decirlo) al sector económicamente más pudiente del país. Porque vamos, se trata otra vez de aspiraciones.
Aquí el panorama encuentra aún un terreno mucho más árido. La clase media de la región metropolitana es también el caldo de cultivo de los prejuicios más hondos e hirientes que circulan en nuestro imaginario. Sobre los hechos ocurridos en Totonicapán, he podido recopilar toda suerte de frases que justifican, legitiman y exigen la aplicación de medidas violentas contra los manifestantes. Que desprecian la vida, en resumen.
Dicen que son manipulados. Es decir, que no tienen la capacidad de razonar y exigir sus derechos. Vaya si eso no es reducir a un estado casi animal a la gente. Que son unos delincuentes. Que son unos terroristas. Que son “indios huevones”.
Quizá la tontería más grande que he escuchado en estos últimos días, sea “ahí están los muertos que querían”. No sé cómo explicarle a las familias que perdieron a sus seres queridos, que ellos tienen la culpa por querer morirse.
Pero en qué inciden este tipo de prejuicios, más allá de picarme el hígado: pues que motivan a las políticas gubernamentales cuando son populistas. Vaya si eso no me molesta. Primero, porque la mayoría de estos comentarios los leo en la internet. Esto significa que provienen de gente que sabe leer y escribir, que tiene la posibilidad de tener un computador, de conectarse a la red y de leer medios. Una minoría, una élite pues.
Es decir, que nuestros conciudadanos educados, piensan en el exterminio. Y esa opinión encuentra un respaldo enorme en los sectores más conservadores del país. Basta con leer las declaraciones del CACIF al respecto. Han declarado que justifican las acciones del gobierno y que incluso hablarán con la Fiscal General sobre el tema. Espero que si hablan con la Fiscal, sea para exigir que los asesinatos sean resueltos y que de paso toquen el tema de qué harán con los evasores fiscales.
¿Y qué hay de especial en estos asesinatos, por sobre los dieciséis que hay diarios? Es otra pregunta que leí circulando por la red. Creo que aquí libertarios e izquierda deben coincidir en el mismo punto: no hay nada más importante que la vida y la libertad. De expresarse, por ejemplo. De protestar contra las medidas que se creen injustas. No imagino qué hubiera pasado con Colom si en las protestas por Rosenberg hubieran muerto manifestantes.
Pero vuelvo a la gente educada, que reclama el exterminio: ellos legitiman las políticas de seguridad. El político es al final un catalizador de aspiraciones. Así que la gente, frustrada por los niveles de inseguridad, ha exigido que el ejército salga a las calles. Y el gobierno les ha cumplido.
El problema es sencillo y muy peligroso: un soldado ha sido entrenado para funciones de guerra, su instinto es matar. Por otro lado, un policía, entrenado para labores de seguridad ciudadana, debe ser capaz de neutralizar, detener y presentar ante la autoridad judicial.
Sin embargo, a la gente no le interesa llevar un proceso judicial. Acá la mayoría se entrega a su instinto, que está hecho de rabia pura. En mi carrera fiscal, me he topado con muchísima gente que espera que en nuestras oficinas no tengamos nada, salvo un tambo con gasolina y unos fósforos, esperando a que ellos me señalen a quién quemar.
Por eso fortalecer la institucionalidad del sector justicia, debería ser una prioridad. Una Policía fuerte, implica no sólo aumentar sus elementos o su equipo, sino mejorar sus condiciones de operatividad, desde una mejor capacitación, hasta mejoras salariales que son necesarias desde hace muchísimo tiempo.
Mientras escribo esta columna, el presidente Otto Pérez ha salido en televisión informando que siente muchísimo lo ocurrido y que garantizará que no vuelva a pasar. Tan solo esa declaración no basta. Como medida primordial, debe decretar que el ejército sea restringido a sus funciones y se le prohíba estrictamente participar en labores de seguridad ciudadana; y a la vez, propiciar el diálogo para resolver la problemática social.
Habrá quien tache de iluso el esperar una actitud sensata del gobierno. A mí eso me parece de lo más irresponsable. Mientras se dé por perdida una causa, verdaderamente lo estará. Y ésta no es hora de comportarse como un adolescente bilioso. Casi una decena de guatemaltecos perdieron la vida. Como los otros dieciséis que en promedio la pierden a diario. No son juegos que cómodamente se ven desde el sillón de casa, abriendo una cerveza. Es la vida.
Por ahora trato de no pensar más en los violentos que comentan en la red. La gente se pone agresiva cuando tiene miedo. Supongo que ellos lo tienen y mucho. Yo no. Por más que tratemos de evitarlo, la vida siempre se impone. Incluso sobre ellos. Basta con pensar en la gente a la que quiero y que me rodea. Ninguno de ellos piensa así.
Ahí radica mi esperanza. En que algún día nos veamos como lo que somos, humanos y no enemigos. En que los conflictos se resuelvan dialogando y no cobrando vidas. En que mañana, cuando sea lunes, la gente que cree que podemos ser mejores que esto, se levantará y seguirá su trabajo, incansable.
Quizá mi sueño se haga realidad y mi hijo sea de la primera generación que vea el fin de la guerra. Ojalá. Mientras tanto, lo que nos toca, es ir construyendo puentes, sobre los abismos que deja la rabia.
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