No pude resistirme. Me lancé a la piscina del lado más hondo, bajo la copa de los árboles frondosos, al lado del bar donde se miran las olas. Me lancé y fue una especie de estallido de millones de burbujas diminutas que abandonaban mi cuerpo en el descenso.
Los rayos de luz atravesaban el agua para iluminar las diminutas baldosas de un azul profundo. Había sombras. Eran el follaje impidiendo llegar la luz. La superficie del agua se miraba lejana. Salí empapado y acosté mi cuerpo sobre el agua hasta que me cubrió las orejas y tan solo era algo flotando acariciado por la luz.
Mi hijo me llamaba desde el otro lado y fui nadando hasta su orilla. Ahí estábamos cuando llegó mi hermana, avisándome que mi madre se había cortado al salir de la piscina de agua salada, esa misma que vi llenarse temprano con la marea alta.
Una piedra filosa le había producido una cortadura profunda en un dedo del pie. Mi madre era atendida por un salvavidas, sentada en una silla. Las manchitas de sangre que había dejado a su paso, las lavaba el mar.
En la enfermería nos dijeron que no podía mojarse de nuevo el pie. Era temprano en un sábado de azul limpio. Un pequeño avión de hélice sobrevolaba la playa, donde emergían de pronto, la cabeza de las rocas oscuras hundidas como rompeolas.
Había que buscar algo qué hacer. Así que decidimos ir a conocer un puerto cercano. Mi hermana llamó a sus amigos y nos dijeron qué camino tomar. Sonaba bien el paseo: una carretera al lado del mar, entre las montañas y pasaríamos muchos túneles.
Era la CA-2 salvadoreña, la carretera litoral, que lleva a la Libertad. Vaya vocación la del istmo de nombrar así a sus sitios, como una metáfora de la esperanza o el desconsuelo.
Conduje el auto por la autopista hasta llegar al cruce que nos llevó a una carretera más angosta, con rectas impresionantes llenas de árboles plantados en sus costados, con inmensas copas que creaban una especie de túnel natural.
Ya a lo lejos divisaba las montañas. Pronto nos acercamos a ellas. Era una ruta solitaria, de poco tráfico. Aún no mirábamos el mar y estábamos impacientes por hacerlo.
Al ascender las primeras cuestas, empezamos a ver las olas del lado derecho, entre las palmeras frondosas. En el mar solo puedo leer poesía, lo saben estas palmeras que dan sus frutos dulces al salitre. Esa mañana releía a Andrés Barba diciendo algo que parafraseaba mientras conducía “Hay preguntas que no se responden y son como una bandada de cisnes negros muriéndose de hambre. Hay preguntas que no se responden porque tú eras el centro de la pregunta”.
El horizonte del mar nos dejó ver el costado redondo de la tierra y dos barcos lejanos distanciándose. La noche anterior habíamos visto desde el restaurante, las luces de los pequeños buques emerger de las olas lejanas como si fueran luciérnagas zambulléndose.
En el restaurante imaginé la historia de un robot que no podía abrazar. La robótica moderna discutiendo si reproducir las emociones humanas es parte de su tarea. Un científico padre, que decide lanzar a su robot que no sabe abrazar al mar, para que pueda abrazar el infinito.
Ahora este mar donde se ahogó el robot, lanza sus olas violentas contra las rocas de las montañas que yo atravieso en largos túneles como si fueran gigantes acostados tomando el sol y me les escabullera debajo de las espaldas.
Mi hijo estaba feliz. Mi madre y mi hermana también. Era un viaje fantástico. Llegamos finalmente a la Libertad y nos bajamos en una pequeña plaza con forma de buque. Frente a nosotros el mismo mar, golpeando contra millones de rocas redondeadas por el agua. Cada vez que el agua las abandona producían un susurro de espuma.
Había un muelle enorme lleno de ventas de mariscos. Todo muy pintoresco. Todo muy de película preciosista. El sol pegaba pleno sobre las mujeres que ofrecían el producto. Sobre los ojos de los peces que yacían en sus tablas, sobre los recipientes que contenían infinitos colores de mariscos.
Al final del muelle, una sucesión de lanchas de madera con los pescadores, charlando. Un niño lanzándose desde el muelle a las olas con una tabla. Un pequeño surfista. Mi hijo y yo lo miramos como si fuera un héroe.
Esta gente parece saber cosas que nadie más sabe. La gente del mar. Acaso no es la fábula perfecta para explicar la fragilidad. Un pescador se lanza al mar, el cuerpo más grande del mundo, sabiendo que si pestañea, lo destruye. A penas le conoce ciertos secretos. A penas con los sacrificios obtiene esto que está frente a nosotros, los hijos del mar, mirándome con sus ojos muertos. Y los pescadores están en tierra sabiendo que hay algo más grande que todos y se deja acariciar por sus barcos.
Debajo del océano donde yace el robot que es como un niño que aprende a andar. Frente a las playas donde las palmeras saben que solo la poesía es posible frente a las olas.
Fuimos a comer a un restaurante maravilloso que está a la orilla de la carretera. Es una construcción de concreto, vidrio y acero, con terrazas que van descendiendo hasta la última que colinda con el vacío. Un precipicio en la montaña donde el mar ruge, llenando las rocas de agua verde esmeralda.
El sol se pone en la montaña de al lado. Me pido una cerveza. Mi hijo, que está a mi lado, abraza la barandilla y sonríe para una foto. Mi madre y mi hermana se pierden mirando el agua y yo, soy como el sol abrazando el agua, las montañas, y la gente que vive en este mar, que lavó la sangre de mi madre y con ello algo mío y de mi hijo también.
Esta tarde es irreversible.
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