Recuerdo el minúsculo prólogo de Jorge Luis Borges para su amigo Bioy Casares en La invención de Morel, donde aquel resalta que los lugares comunes «suelen ser verdades evidentes y por eso conviene repetirlos». El dolor es necesario. Hablo de dolores internos y externos. Evoco el más sencillo repitiendo otra imagen construida: un niño inserta el dedo en un tomacorriente y hasta que palpa el temblor magnético y extravagante aprende a no hacerlo, cosa que los padres le habían repetido dos, tres, cinco, diez veces. Resulta la experiencia en un aprendizaje innegable para el patojo, a quien ahora nadie tiene que convencer de que no debe meter los dedos en el tomacorriente, pues él solito lo evitará.
Están también los tobillos. Duelen cuando crecen. Duelen las espinillas en la cara cuando la pubertad avanza. Uno va creciendo física y materialmente. Al mismo tiempo, por dentro va ocurriendo una expansión. Los dolores nos van guiando por dónde caminar. No queremos, a veces, escuchar. Pero los mensajes sí que están. El humano emprende las rutas gracias a los dolores. Un agravio provocado —o recibido— puede devenir en un cambio de conducta.
En casos extremos se requieren dolores devastadores, que traspasen la piel. Llegar a tocar fondo, como dicen. Para que, desde ese punto en el cual se perdió todo o casi todo, la persona tenga cierta disposición a levantarse. Lo vemos con los adictos ya sea a las drogas, a las personas, a la comida, a la vanidad o al poder. Fracasos monstruosos devienen en grandes lecciones de humildad. En algunas religiones orientales, haber nacido en la cumbre social no es sinónimo de grandeza, sino, muy al contrario, se percibe como una dificultad para superar ciertos obstáculos que impiden o retrasan el desarrollo espiritual. Algo así ocurre con la fama, con el aplauso unánime.
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El dolor de las pérdidas resulta incomprensible pese a que sabemos que lo único seguro es la muerte. Aceptar la muerte, aceptar que al final vos, que me leés, me vas a enterrar a mí, o yo a vos (cosa sobre la cual reflexionábamos mi primo y yo durante la adolescencia), es un trabajo de una vida y de una contemplación que pocas personas logran. De cualquier manera, sucede una disolución. No ver nunca más a alguien. Todas las vivencias, aunque quedan, se desploman traumáticamente. La idea de regresar el tiempo hacia momentos específicos alborota la paz.
La cuestión es que la pérdida y lo cambiante son una regla inapelable. Lo que conocemos como realidad, que es percibida por nosotros mediante nuestra conciencia, dejará de ser tal como era hace un segundo, un mes, un año, un siglo. El lenguaje cambiará, las construcciones, la vestimenta. Habrá miles de muertes: morirán gusanos, plantas, perros, árboles y por supuesto personas. La no comprensión de la naturaleza cambiante de la realidad nos provoca agonías indecibles, a veces interminables.
El budismo plantea que el sufrimiento es producido por no ver las cosas como son, por no admitir la no permanencia de los seres, que se manifiesta en la enfermedad, la vejez y la muerte. Nadie se libra de esto y, conforme abrimos el corazón, vamos viendo los dolores con grados de agradecimiento. Quizá deba transcurrir un tiempo para que eso suceda, pero, al ver hacia atrás, todo pasa y nada pasa. Las culpas y los errores que causaron dolores se pueden transformar en aprendizajes.
El dolor es parte esencial de la existencia. Yo siento dolor, vos también, tus vecinos también. Eso no quita que también sintamos otras cosas, como alegría y agradecimiento. La paz interna viene de esa exploración honda que nos provoca abrirnos a la totalidad y ver que hay una conexión con lo misterioso de la vida que reside adentro y que solo nosotros podemos ver, sentir, palpar, acariciar. Desde ahí brota amor, especialmente para uno mismo. En estos tiempos rudos, esta me parece una ruta a explorar.
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