La ciudad más grande del mundo está situada sobre el mar, flotando sobre el agua, haciendo sombra a los peces. Es tan enorme que cubre la totalidad de un planeta.
La ciudad más grande del mundo. Está hecha de datos. Algunos le dicen la nube.
Una bandada de bombarderos gordos haciendo rotar sus dos hélices pasa sobre la ciudad, lanzando ojivas que siembran flores de fuego. Estalla la ciudad. Estalla en forma de hongos amarillos y rojos sobre el mar que permanece calmo.
Sobre sus aguas permanecen flotando los restos de la ciudad, un rompecabezas de metadatos y bits, frases sueltas y fotos sin leyendas. Es un desastre hermoso, hipnótico. Es el desastre más grande jamás visto a la luz del sol.
Un enjambre de helicópteros trae consigo, prendidos de cables de acero un colosal cilindro de vidrio que es hundido en el mar tras la explosión. Toma una muestra del planeta.
En la parte superior del cilindro está el cielo, la cara de las aguas en el medio, la profundidad del mar y tierra que los soporta en el fondo.
Sobre la cara de las aguas flotan los datos, lo confirmo. Son los tuits. Son los post de facebook, las fotos en cascada del tumblr. Rostros, estrellas sobre frases, un pulgar que se hunde en las aguas. Alegrías brevísimas. Un mosaico caleidoscópico del mundo.
Pero en la superficie de este mar, que es luminoso como un monitor prendido en la nocturnidad de una habitación, todo tiene la misma profundidad. Algunas fotos muestran niños enfermos, otros una comida portentosa llena de alegría, alguien reclama algo sobre el poder, otro sobre el tráfico, alguno grita que tiene hambre y todo flota suelto sobre la misma superficie, nada más profundo, nada más leve en un presente que está hecho de olvido.
¿Cómo distinguir qué importa más en esta horizontalidad que bien podríamos llamarla banalidad? ¿Cómo crear una axiología de cuerpos que pesan lo mismo? Las redes sociales, la cara visible de este mar de datos desperdigados son el intento de uniformidad más grande que jamás se haya intentado. No hay dolor, no hay placer, no hay urgencia, hay. Y eso es una fiesta necesaria, el horror también necesita ser banalizado para sobrellevarse pero esa receta a veces le resulta fatal.
¿Cuánto más van a durar las cosas flotando sobre el agua? Cuánto más diremos frases sueltas que compiten en el mismo espacio con promociones, slogans y gingles. Cuánto más el lenguaje dejará que se le amolde.
Mirando el cilindro de vidrio que contiene una sección ejemplar del mundo, encontramos cuerpos capaces de zambullirse a lo profundo o elevarse sobre las aguas.
El periodista por ejemplo, con la escafandra puesta. Es un cuerpo siempre necesario. Es la forma de ver debajo de las aguas. Es lo que la banalización de las redes sociales no permite, porque el periodismo de profundidad no flota, se hunde, porque pesa y rasca en el fondo para sacar a la superficie los secretos que no se dejan ver a la primera. Las infinitas capas de la verdad. Cruda, servida sobre la mesa.
La literatura, es el ave perfecta que vuela y se zambulle en las aguas a su antojo.
Todos los cuerpos están hechos de palabras en este mundo de información. Pero no todas se comportan igual. Esperar que la cara de las aguas provoque un cambio es un acto banal y cómodo. No me pregunto por qué la paz no nace en el facebook, porque tan solo es la cara visible de las olas pero no la fuerza que provoca la guerra.
Exigir que el periodismo mueva desde la profundidad lo que flota es mi demanda. Para que lo que flota en la superficie sepa hacia dónde sopla la marea y quién está detrás del viento.
Apostar todo mi patrimionio a la literatura como el único cuerpo libre, ese hermoso pez alado, es mi mayor acto de fe. Porque en ese zigzagueo a placer crea el registro de una humanidad multidimensional y el vídeo teléfono por el cual se pueden comunicar las esquinas del odio.
Todo esto lo veo desde una playa, donde construyo cosas en la arena que borran las olas. Me mojo los pies en el mar, dispuesto a zambullirme, como si me entregara a un futuro con los ojos cerrados.
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